El miedo americano.
He decidido escribir esta entrada en el blog sintiéndome un poco como si estuviera en una de esas reuniones de Alcohólicos Anónimos que conocemos de las películas. Aquí va una confesión, un problema no verbalizado, lo único que últimamente me preocupa, en este lugar feliz en el que habito últimamente. Pero la vida tiene aristas, y vengo cargando con un problema que, cuando he estado mal, he achacado al malestar generalizado, y ahora que estoy bien, lo he estado dejando de lado.
Pero hoy se lo he contado -por fin- a mis padres por teléfono y supongo que ya es hora de sacarlo del armario.
En el año 2019, creo recordar, comencé a quejarme en instagram de que me dolían las manos. Podría verificar el dato y daros la fecha exacta buceando en mi perfil, pero ese esfuerzo se me hace muy cuesta arriba, por lo que os explicaré a continuación, así que me fiaré de mi memoria.
Recuerdo que fue después de superar los diez mil seguidores cuando me di cuenta de que esta manía mía de contestar a todos los mensajes privados que me llegan, me podía costar la salud. Lo tomé como agujetas, tenía agujetas en las manos.
Comencé a ponerme límites. Me impuse horarios (que no siempre cumplí), dejé de contestar a las reacciones y comencé a evitar, en muchos casos, que los mensajes de los fólogüers terminaran en largas conversaciones individuales. Empecé a hacer días de descanso de vez en cuando, y todo eso funcionó, las manos se tomaban un respiro y yo con ellas. Pero, en el momento en el que me equivocaba en un story, o sacaba un tema polémico, o hacía cualquier cosa que implicara una reacción masiva de respuestas, las manos terminaban volviendo a doler.
Echando la vista atrás, me doy cuenta de que el hecho de que me terminase poniendo de mal humor el tener que abrir cientos de mensajes que decían exactamente lo mismo porque había puesto una falta de ortografía en un story, por ejemplo, tienen bastante que ver con el hecho de que, cuantos más mensajes en vano abría, más me iban doliendo las manos.
Me compré un lapicero digital, que no sirvió de nada y perdí por algún bolso, un soporte para el móvil para los desayunos (eso sí que ayuda, aunque stories estando quieta ya no hago tantos), y empecé a usar más los cascos para llamar y para oír contenido de otras personas. Incluso empecé a mandar notas de voz a veces, a pesar de que no me gustan demasiado.
Pero, poco a poco, el dolor de las manos se fue extendiendo y haciendo más frecuente. Fue pasando a ser parte de mi vida, un dolor leve, un hormigueo, una sensación de cansancio que se sumó, durante la pandemia, a un cansancio psicológico y mal humor generalizado y, supongo que por eso, no le di más importancia. «Ya se pasará, algún día descansaré, ahora no puedo parar, estamos empezando con el Patreon, tenemos que sacar esto adelante, tengo que grabar esto, tengo que explicar esto otro, me toca escribir el libro, la temporada del podcast no puede esperar más, tengo mil mensajes de fólogüers, cómo no les voy a responder…»
En la mudanza de Miami a Chattanooga, después de hacer todas las cajas y bolsas, y cargarlas en el coche, me empezó a doler el antebrazo izquierdo tanto que no podía agarrar bien el volante y tenía que dejarlo apoyado en mi pierna y conducir solo con la derecha. Del segundo viaje de Florida a Tennessee tuvo que encargarse de casi todo Yankimarido, porque yo no podía ni cargar peso sola ni conducir durante mucho tiempo seguido, me dolía horrores tener los brazos en alto. El dolor me llegaba a los codos ya, y pensé que me había pasado, que había cogido demasiado peso, que todo era por mover los muebles, por limpiar a fondo y tal, y que ya se me pasaría cuando nos relajásemos.
Pero, pasado más de un mes de la mudanza, con la casa puesta entera y una vida mucho más tranquila, en la que me he obligado a trabajar menos a destajo que antes y he reordenado mis prioridades, mis manos me han seguido molestando. No solo al usar el teléfono para subir contenido, también al llevarlo en la mano conmigo, al sujetarlo para hablar con él normal, o al leer o ver vídeos ajenos. Y el dolor ha dejado de estar exclusivamente asociado al móvil, ya que también ocurre cuando cojo el brick de leche e incluso he dejado de confiar en mi fuerza para sostener una fuente del horno o un cazo con una sola mano.
Me duelen las manos de teclear en el ordenador cada vez que termino mi día en el trabajo, aunque usar el portátil me supone mucho menos esfuerzo que el teléfono. He empezado a contestar a los mensajes de WhatsApp, de Instagram, de Patreon y de Twitter desde la web, pero es inevitable usar el móvil cada día, porque me gusta hacerlo, y cuando hago vídeos yo o stories con mucho texto, termino metiendo el móvil en el bolso al terminar y cerrando el bolsillo con cierta rabia, diciéndome «YA, BELÉN, PARA, QUE DUELE.»
A veces me duele solo el brazo izquierdo, que es el que más sostiene el peso. Me duele tanto que, a veces, pongo el teléfono en un cojín y escribo con el índice de la mano derecha exclusivamente, mientras el brazo izquierdo descansa al otro lado. Reviso así las notificaciones y subo alguna foto si veo que no me duele mucho la mano derecha, pero para cuando termino de escribir el pie de foto, que, en mi caso, siempre han sido largos, duele, vaya si duele, y me cago en todo Instagram por no dejarme escribir o editar el texto desde la web y que tenga que ser desde el teléfono.
He dejado de subir las microclases a la galería porque implican editar los vídeos en el teléfono manualmente y me resulta muy cansado. Afortunadamente, no parece que nadie las haya echado en falta como recopilatorio en IGTV. El otro día, cuando edité los stories que hice en Dollywood para poder subir el vídeo a Patreon esta semana que viene, me tomé un antiinflamatorio y, tras casi 3 horas, terminé con la sensación de que había hecho una proeza al poder terminarlo.
No he dicho aún nada en mi trabajo «normal», y me siento culpable con esto. De esta doble vida que llevo, sobre todo desde que el «hobby» de Aló Miami pasó a ser «side job» por necesidad durante la pandemia. Mi trabajo sigue siendo lo primero y lo va a seguir siendo indefinidamente – a no ser que Patreon nos termine dando como para mantenernos- y no quiero que nada de esto lo salpique. Afortunadamente, el teléfono lo uso poco en horario laboral.
Pero, desde hace unas semanas, el dolor no se pasa ya ni por las noches. No se pasa intentando hacer reposo. No se pasa nunca porque, en realidad, tampoco paro nunca del todo. Cuando no estoy usando el secador, estoy poniéndome un vaso de agua o abrochándome el sujetador, o cortando cebolla, o escribiendo como loca en el teclado del ordenador. Cuando no estoy haciendo stories, estoy contestando mensajes, haciendo podcast, revisando subtítulos de los vídeos y creando otros contenidos para Patreon, que he de promocionar a todas horas en stories y en mi galería para que siga creciendo, y controlando todo un engranaje entre Yankimarido, los fólogüers y las historias que se ha hecho muy grande, quizá demasiado grande para mi, pero que me hace muy feliz y que no quiero parar.
Así que, hace dos o tres semanas, se lo dije a Yankimarido: «Me duelen las manos como durante la mudanza. Estoy preocupada.»
Él me dijo: «¿Qué tal si buscas un médico y vas? Aún no tienes médico aquí.»
Y yo le dije: «Es que no sé exactamente qué me duele, y me van a querer hacer mil pruebas y a cobrarme muchísimo. A ver si se me pasa y aprovecho a ir cuando estemos en España…»
Y ahí quedó la conversación. Flotando.
Han ido pasando los días y el dolor de manos sigue siendo una constante. No puedo olvidarme de él, está siempre ahí, conmigo. No es un dolor terrible, aún puedo hacer todo lo que quiero, pero es un dolor permanente. No tengo pensado volar a España hasta dentro de 6 meses. Volví a quejarme en casa: «Estoy muy mal hoy, me duelen muchísimo las manos…»
-«¿Y cuándo piensas ir a que te vea un médico?» -me preguntó él. «Cuando ya no pueda más.»-contesté yo.
-«Suena brillante esa idea» -me dijo, con su habitual sarcasmo.
Yo sé que mi plan era un asco, pero me puede el miedo. Sin ser yo hipocondriaca, ni mucho menos, me puede el miedo americano.
Porque no me daría miedo ir al médico en España, a través de la seguridad social. Ni me preocuparía que me tuvieran que hacer todo tipo de pruebas hasta dar con un diagnóstico certero. No me importaría porque lo que me dan miedo no son las pruebas, ni el diagnóstico. Ni siquiera me da miedo (aún) la posibilidad de que la solución implique una cirugía o un tratamiento que sea doloroso.
Lo que me da miedo son las facturas del hospital. El no saber, el tener que llamar a mi seguro, el tener que estar encima de ellos y quejarme porque me han cobrado algo que no es, el pensar que me están haciendo pruebas innecesarias solo para cobrarme de más, el que me receten opioides sabiendo que son adictivos y, aún así, muchos médicos los aconsejan sin medida ni fin, el saber que no tendría baja pagada en mi trabajo de oficina por esto, y que sin mis manos no puedo hacer nada, ni lo que me gusta ni lo que no, nada de lo que supone ingresos en mi casa, y ese miedo es un miedo grande como un monstruo, como un Yeti o un Bigfoot, uno de esos monstruos que solo existen aquí y que me acechan. Ese es el miedo americano.
Pero, al final, me repito a mi misma que la salud es lo importante y que el dinero es solo dinero, ¿no? Y supongo que, si se gasta, ya veremos la manera de seguir ganándolo.
Mañana voy a pedir cita con un médico de cabecera.
Es hora de darle la patada al monstruo. Me duelen demasiado las manos.