Veredicto: Culpable

Yo sé que me repito, como las abuelas, porque esta historia ya os la conté de viva voz en Instagram stories. Pero qué queréis que os diga, a mi el cuerpo me pide dejarla por escrito. Porque las palabras se las lleva el viento, o Mark Zuckerberg cuando quiera, pero lo que se escribe permanece, y dentro de unos años me releeré y me diré: «Pero qué pánfila era. Y qué joven».

Sé esto porque ya me ha pasado. Porque, cuando yo llegué a Miami, de las primeras cosas que hice fue abrir un blog. Deseandito estaba de poder hacerlo, si os digo la verdad. Y publicaba todas las semanas, porque ya sabéis que una es muy prolífica. En mi casa prefieren llamar a este desborde creativo algo así como «la niña, que no se calla», pero vosotros me entendéis. Yo había llegado a Estados Unidos y, en ese momento, me sentía triunfadora total, así que pasé muchas horas en el ordenador haciendo por dejar constancia de mis vivencias y desahogando muchas frustraciones. ¿Pequé de postureo? No sabéis cuánto. Y de lista. Sobre todo, pequé de lista. Pero me gusta ahora verlo y darme cuenta de ello.

En aquel primer blog que abrí al tercer día de mudarme a Miami, ya me quejaba del tráfico desde las primeras líneas, pero lo que no sabía era que no tenía ni puñetera idea de lo que estaba hablando. Me quejaba de que los coches me pitaban en los semáforos, pero la verdad era que yo realmente no me sabía su código de circulación y no estaba haciendo las cosas como debiera. Cuando me saqué el carnet de conducir de Florida —porque aquí no te lo convalidan directamente si eres española, tienes que pasar el examen teórico y práctico de nuevo— me enteré de que llevaba MESES molestando a mis conciudadanos, ya que no estaba girando a la derecha en los cruces con el semáforo en rojo, cosa que, al parecer, aquí es legal.

Una vez aprendido el tema, no creáis que fue fácil llevarlo a la práctica. Porque eso de que el semáforo esté en rojo y tú vayas y te lo saltes, va contra las normas sociales que tenemos todos grabados a fuego desde chiquititos. Es como llevar toda la vida aclarando los platos antes de meterlos en el lavavajillas y, de pronto, alojarte con gente que los mete llenos de restos. Te da como cosa el ver los churretes de lentejas y sientes la necesidad imperiosa de aclarar, por lo menos, los tuyos antes de meterlos. Pues esto es igual. Tú ves todos los coches saltándose el semáforo y te llega el turno a ti y un impulso te dice que frenes, que el semáforo está en rojo. Y el de atrás, entonces, se caga en tu padre y pita, claro. Normal.

Pero, pasado un tiempito, que no sé deciros si fueron meses o años, una se acostumbra. O se asalvaja, mejor dicho. El tráfico de Miami es la jungla y yo he pasado de vivir escandalizada constantemente -¡Ese coche está dando marcha atrás en la autopista! ¡Ese motorista va sin casco! ¡Ese acaba de cruzarse tres carriles sin intermitente!- a estar insensibilizada. Y no quiero volver a pecar de lista, porque fijo que aún quedan cosas que podrían sorprenderme en las carreteras de Miami, pero cuando has visto un trailer atravesado en la autopista, más de un coche en llamas de media al año, grupos de motoristas haciendo caballito en pantalón corto y chanclas, perros sueltos en el arcén, persecuciones policiales, gente conduciendo muy, muy borracha… pues qué queréis que os cuente, que bastante que sigo viva. Y que el único aprendizaje que he sacado de mis largas horas en las carreteras de Miami de mis primeros años, cuando me empeñaba en vivir en una punta y trabajar en la otra, fue que nunca jamás querría vivir demasiado lejos de mi trabajo.

Pero, como os digo, una se acostumbra a todo. A lo bueno, a lo malo y a lo regular. Y lo de poder girar a la derecha en los semáforos en rojo tiene su punto, así que podemos decir que, en ese sentido -y no en muchos otros- la integración ha terminado siendo satisfactoria. Ya ni me lo pienso. Ya verás tú qué risa el día que vuelva a España y se me olvide que allí no es así. Ya verás.

Pero bueno, yo lo que quería contar era mi multa y mi juicio. Una multa injusta no, injustísima, porque que me pongan a mi una multa precisamente por girar a la derecha en un semáforo en rojo manda huevos, la verdad. Encima en un semáforo de al lado de mi casa. Que nos vemos todos los días. Que nos conocemos ya. Que nos tenemos un cariño. Y, como Pedro por su casa fui yo, con nocturnidad y alevosía, a recoger a Yankimarido de sus clases de español, el día que me multaron. Estas cosas me pasan por buena. Si es que soy tonta.

En Florida, y en otro porrón de estados, aunque no sé si en todos, es legal girar a la derecha cuando el semáforo está en rojo siempre y cuando no haya cartel que indique lo contrario. Y lo pongo subrayado porque esto es fundamental para nuestra historia, ya que, en el semáforo de mi casa hay un cartel que avisa de que hay radar, pero no dice nada del giro. Por tanto, yo llegué a la intersección y, como no había un alma en la calle, después de comprobar que no iba a venir nadie, giré a la derecha tan pichi… hasta que el radar me flasheó y supe, en aquel momento, que estaba jodida.

Pero, cuando un mes más tarde, llegó la notificación de la multa, mi indignación había ido in crescendo. Que no había cartel, señores. Que yo no había hecho nada ilegal. Y con ese argumento -y algunas fotos impresas en mi oficina a todo color- me presenté a mi citación en el ayuntamiento de mi barrio, convencida de que aquello iba a ser coser y cantar. Al fin y al cabo, cuando estaba poco más de recién llegada, ya había pasado por un juicio de estos y solo tuve que sonreír y dar los buenos días al juez para que me levantara la multa. Ingenua de mi, también dejé aquella historia en aquel primer blog.

Pero este juicio era bien diferente. Ni el juzgado era como los de las películas (en mi «barrio» actual, la comisaría es muy nueva y el edificio tiene mucho menos ambientillo que un «Judicial Center» como al que fui la otra vez). Aún así, fui afortunada y, según entré, me dijeron que mi caso estaba pendiente de la resolución de un juicio por parte de la ciudad de Miami contra ese radar en concreto y que, en caso de que la ciudad perdiese dicho juicio, mi multa ya no tendría validez.

«Date —pensé yo— eso es porque está claro que ese radar ahí está muy mal puesto». Porque, sin cartel que diga que no se puede girar, están cazando a todas horas. Que, desde que me cayó a mi la multa, no hago más que fijarme y ver a pobres vecinos flasheados nada más girar.

En ese momento yo ya me di por vencedora. Porque estaba claro que la ciudad iba a perder el juicio y entonces tendrían que poner un cartel o quitar la cámara, una de dos, y los vecinos multados seríamos felices y comeríamos perdices sin necesidad de apoquinar los 158 dólares de la multa. Pero no. A los pocos meses, me llegó una notificación diciendo que mi multa seguía en pie. Shit.

Yo ahí di por hecho que habían ganado el juicio, pero quién sabe si no lo ganaron y lo que hicieron fue llegar a un acuerdo, ¿eh? Quién sabe si, en vez de obligarles a retirar el radar o a añadir un cartel aclaratorio, no habían llegado a un término medio, que consistiese que solo iban a tener en cuenta las fotos de aquellos conductores «imprudentes». Ojo al dato, que aquí todo es negociable.

Claro, que todo esto lo estoy pensando ahora y no antes del juicio.

El caso es que me volvieron a citar para mayo de 2020 y, como estábamos en plena pandemia, yo llamé para preguntar si había que ir o no, a lo que me contestaron que no, que ya me dirían más adelante. Una pena que no se olvidaran en aquel momento de mi existencia, porque, efectivamente, me llegó de nuevo otra carta citándome en Noviembre y ahí tuve que pedir que, por favor, me retrasaran la citación, ya que ese mes estaría en Boston y no en Miami.

Para cambiar la cita, tuve que escribir una carta explicando el motivo de mi petición y enviarla por correo ordinario, así que eché el sobre al buzón y recé para que les llegara, ya que yo me iba a Boston sí o sí y no sabía si me iban a admitir el cambio de fecha o no.

Pero parece que sí lo hicieron porque, a la vuelta, en diciembre, me volvieron a escribir citándome para enero 2021. Un año después de la multa, un año. Y encima ahora ya no había vuelta atrás. Si cancelaba la cita, eran 158 dólares más otros 50 de costes administrativos. Total, 208. Si no la cancelaba pero no podía ir, eran 158 dólares más otros 250 por el plantón. Total, 408. Y me dejaban claro que el día era inamovible, que solo se puede atrasar una vez y yo ya lo había hecho. Glups.

Pues nada, volví a recuperar mis fotos impresas y mi carpetita con todas las cartas y allí me presenté, con un hilo de esperanza de que el juez que me tocara fuera piadoso y me quitara la multa. Ánimos no me faltaban, es lo que tienen los fólogüers de calidad, que apoyan las causas perdidas que hagan falta. Me recomendaron ir de negro, pero también de blanco, pero mejor de azul, pero de colores claros quizá, con un pin de la bandera en la solapa. Que fuera bien peinada pero con el pelo recogido, mejor en un moño o en una coleta. Que le llevara al juez jamón, conservas varias, Colacao o un billetazo, para sobornarle. Que me pusiera chula, que me pusiera triste, que pidiera perdón, que mejor de humilde, en cualquier caso. Un jaleo de recomendaciones, la verdad. Terminé con modelito multicolor y haciendo respiraciones en el coche.

Cuando llegué a la comisaría, me dijeron que tenía que esperar fuera por precauciones Covid19 y me dieron un papelito para leerlo. Y ahí fue cuando supe que estaba en una especie de prueba de los Juegos del Hambre, porque el papelito explicaba que me mostrarían mi vídeo y, una vez visto, yo tendría que declararme culpable o inocente. Si me declaraba culpable, el juicio acabaría ahí mismo y tendría que pagar 208 dólares, que era la misma cantidad que si no hubiera ido. Si me declaraba inocente, tendría que presentar las pruebas oportunas a mi favor y podían ocurrir dos cosas: o que me desestimaran la multa y salir de rositas o que el juez me considerase culpable, en cuyo caso me tocaría pagar no 208 dólares sino 258. Por las molestias.

Mi primer impulso fue declararme culpable. Que oye, 50 dólares es dinero, y el dinero no se tira. Los fólogüers opinaban mayoritariamente lo contrario, que 50 dólares no era nada y que aquí habíamos venido a jugar hasta el final. Hubo quienes, de pronto, empezaron a enviarme donativos a través de los cafés (!!!) para que probara mi inocencia. Una cosa muy loca esta, os lo digo. Que yo agradezco mucho a los que estáis tan chalaos como para hacer estas cosas con tan buen corazón, pero CHICOS, POR DIOS, que la multa es mía y si me toca pagarla, pues tendré yo que apechugar…

El caso es que mi lado más racional me llevó a la siguiente conclusión: si, visto el video, se ve que yo hice STOP en el semáforo antes de girar, me declaro inocentísima y voy a por todas. Si, por el contrario, hice solo ceda el paso, entonces me declaro culpable y me ahorro $50 dólares. Como estrategia era cojonuda. Una pena que luego no me haga caso a mi misma nunca.

Nos meten, por fin, en la comisaría y, antes de entrar en la sala de juicios hay un policía con una lista que te dice si puedes pasar o no. El «portero» era un señor de unos 50 años, bajito, rechonchito pero compacto -aunque claro, el chaleco antibalas no ayuda a parecer demasiado esbelto- con los ojos azul glaciar y el pelo al uno, estilo marine. Además, llevaba una mascarilla de #bluelivesmatter cosa que, sinceramente, a mi me causa un rechazo inmediato, ya que -como vimos cuando os expliqué el movimiento Black Lives Matter- Blue Lives Matter es el «contramovimiento» de la policía contra la protesta antirracista: Blue Lives Matter significa «la vida de los policías importa» pero, en realidad, significa «la vida de los policías importa MÁS».

Vamos, que la mascarilla no me gustó. Y menos me gustó el no aparecer en la lista, ni por mi nombre (Belén) ni por mi apellido (Montalvo Martín), porque lo habían puesto mal: para ellos mi nombre era Montalvo y mi apellido era Martín. Que, sinceramente, es la peor combinación posible. Puestos a elegir, mejor Martín Montalvo, digo yo.

Pero volviendo a la lista, por fin, el policía portero me encontró, me tachó, y me dejó pasar con el resto de compañeros allí pre-sentenciados y repartidos en distintas sillas, separadas prudentemente unas de otras, en una especie de sala de juntas. Al fondo, un policía muy gordo sentado en una silla que parecía que estaba allí por pasar el rato. Al lado de la puerta, dos policías más jóvenes de pie, custodiando la salida. Al frente, una pantalla desplegada con un proyector y una mesa con una silla delante. Al fondo a la derecha, una mesa con un policía orondo detrás manejando el ordenador. Al otro lado de la pantalla, una mesa más grande con dos seres extraños: un hombre de aspecto desaliñado tecleando en un portátil y una mujer vestida de negro de pies a la cabeza, de manga larga, con guantes de latex, mascarilla negra, gorro calado hasta las orejas y unas gafas de sol de pasta blanca. Nunca he visto en Miami a nadie tan tapado, os lo juro.

Esa persona, que lo mismo podía ser un atracador a un banco que un ninja, era la jueza. No recuerdo si dijeron en algún momento su nombre, creo que no, pero tenía pinta de llamarse Samantha, mínimo. O Agatha. O Amanda.

El policía portero hace acto de presencia y se sitúa en la única pared que quedaba sin presencia policial, de pie, brazos en jarras. El hombre desaliñado del ordenador habla, dice que todos los allí presentes estábamos por haber girado de forma imprudente (¡OJO! ¡No dice nada de semáforos en rojo, sólo dice que giramos de forma imprudente!) y lee el mismo texto del papelito que me habían dado antes: las instrucciones de este juego salvaje al que hemos venido todos a perder más de 200 dólares. Y empezamos.

En el fondo, me alegro de no haber sido la primera. Aunque reconozco que, de haberlo sido, me habría declarado culpable y hoy tendría 50 dólares más en la cuenta, porque habría seguido las indicaciones frescas del lado racional de mi cerebro. Pero llamaron a otro señor y, entonces, comenzó un reality show que me absorbió por completo.

El primer «jugador» era un hombre de unos cuarenta años, bien vestido, con camisa y americana, vaqueros con cinturón y zapatos finos. Perfil medio de mi barrio, que es un barrio decente, donde diría que hay mayoría judía ashkenazi: piel muy blanca, pelo muy oscuro cortado cortito, cara alargada, nariz prominente, nombre hebreo. En su vídeo se veía que el señor giraba, a toda leche, a la derecha en un semáforo en rojo (no el mío, otro) con un todoterreno Mercedes blanco enorme.

-¿Cómo se declara? —dijo la jueza.

«Culpable, macho. Culpable.»— pensaba yo. Porque vamos a ver, si lo que estamos juzgando aquí es la imprudencia, o este señor tiene unos reflejos fabulosos o era imposible que supiera a ciencia cierta que no venía nadie antes de incorporarse a la siguiente calle. Por lo tanto, culpable a todas luces.

– ¡Inocente! —exclamó él.

No sé si el «¡Oh!» sonó en toda la sala o solo en mi cabeza (muy probablemente lo segundo) pero creo que la respuesta me sorprendió tanto a mi como a la jueza, que preguntó que cuál era su argumento para declararse inocente.

– Señoría, recuerdo perfectamente ese día. Me llamaron del colegio de mi hijo de 6 años para decirme que había tenido un accidente. Fue horrible, de hecho, a raíz de aquello, a mi niño le tuvieron que operar tres veces, porque se desgarró las pelotas…

Risas en la sala al oír la palabra «pelotas». Porque fue como raro que no dijera «Testículos», ¿sabéis? Que dijo «pelotas» y nos pilló a todos de improviso. Aunque conste aquí que yo no me reí, yo solo levanté mucho las cejas y miré cómo los policías se daban codazos —hohoho— por el asunto. Que el asunto era una triple cirugía para salvar los huevos de un pobre niño de 6 años, y eso son palabras mayores, oiga. Palabras mayores.

El acusado, ignorando las mofas, siguió su discurso.

-…Cuando hice aquel giro estaba siguiendo a la ambulancia que llevaba a mi hijo, primero estaba en el hospital que hay en esa calle y los médicos decidieron que tenían a operarlo en otro, así que le llevaron en ambulancia y yo les seguí. He traído los informes. Recuerdo perfectamente hacer ese giro. Lo hice con prisas, como es lógico, pero no venía nadie y consideré que podía girar.

Silencio en la sala. Todos conmovidos por la historia del niño de 6 años con desgarro testicular. Todos menos la jueza.

-Le declaro culpable y, como se ha declarado a sí mismo inocente, tendrá que pagar 258 dólares.

-¿Pero cómo es posible? ¿No ha oído lo que he dicho? ¡Estaba siguiendo a la ambulancia que llevaba a mi hijo!

-Sí lo he oído, sí. Pero quien llevaba a su hijo era la ambulancia, no usted. Por lo tanto, su hijo ya estaba siendo atendido y no había necesidad real de que usted condujera sin precaución alguna…

– Además -interrumpe entonces el policía portero, el de la mascarilla de Blue (que no Black) Lives Matter, acercándose a la pantalla y sacando un puntero- esta furgoneta de aquí, en el carril central, le impedía la visibilidad completa para hacer el giro con precaución, por lo que giró a ciegas y puso en peligro la seguridad de terceros.

-Pero oiga, qué furgoneta ni qué furgoneta, si yo me asomé antes de girar por completo y vi que no venía nadie. Si se en el video que no venía nadie…. Pero señoría, no me puedo creer que no comprendan que era un momento de urgencia, ¿qué pasa, que usted no tiene hijos? ¿No entiende que en aquel momento estaba muy preocupado? ¡Que soy padre de 4 criaturas y aquel fue uno de los peores días de mi vida!

-Como le he dicho, le llegará notificación de que ha de pagar por haber infringido las normas de seguridad. Eso es todo, puede irse.

La jueza no tenía piedad. Y no se inmutó, aunque el señor se fuera amenazando con apelar de nuevo y todos los allí presentes (o yo, al menos) pensásemos que aquello era una total injusticia. Yo, además, pensaba que aquel hombre con 4 hijos tendría que sumar a la factura hospitalaria, que seguro que ya era tremenda, la broma de la multa. Fabuloso todo.

Pasamos al siguiente caso y el nombre, de primeras, era español. Se trataba de un señor mayor cubano, acompañado de su hijo, de unos 35 años.

-Vengo con él porque no habla inglés.

Ponen el vídeo y se ve cómo un coche normalito, de noche, gira en el semáforo en rojo. Nada sorprendente, ni muy rápido ni muy brusco ni muy nada. Todo normal.

-¿Cómo se declara? —pregunta la jueza.

– Mi padre se declara inocente, señoría, porque es que ese coche no es suyo.

¡Ohhhhh! —Ahora sí que estoy segura de que el «Ohhhhh» fue generalizado —¿Cómo que no es suyo? — preguntó la jueza.

-Mi padre tuvo hace años esa matrícula pero se la robaron y lo denunciamos. Él ahora tiene otra. Y ese coche no sabemos de quién es.

El policía va al ordenador, habla con el otro policía y se acerca a la jueza, asintiendo afirmativamente.

-Queda desestimado el caso, entonces. —sentencia la señora.

– Pueden marcharse, pero hagan el favor de tener más cuidado con sus matrículas la próxima vez. —Apuntilla el policía. Como si hubiese algo que uno pudiera hacer para que no le roben la matrícula… En fin, que quizá él, que es más listo, las lleva sujetas a su coche con un candado o algo.

El siguiente «jugador» era otro chico judío, más joven que el padre damnificado pero también con un buen coche, un Lexus un poco de abuelo, pero quién soy yo para juzgar. La que juzgó fue la jueza cuando el chico, tras ver su vídeo, se declaró inocente.

Reconocí inmediatamente el semáforo: era el mismo que el mío. Y este chico había hecho lo mismo que yo: frenar un poco y girar a la derecha con la luz ya en rojo, a plena luz del día y con tráfico, aunque no venía ningún coche en su dirección.

-Señoría, me declaro inocente porque ni hay ninguna señalización que diga lo contrario, ni conduje de forma imprudente poniendo en riesgo la seguridad de los demás, ni creo que hiciera nada que no fuera lo correcto.

Yo ahí contuve la respiración porque aquel chico podía haber sido YO. Había dicho exactamente los mismos argumentos que tenía yo pensado utilizar en mi defensa para argumentar exactamente el mismo cruce que sería el mio.

– Caso desestimado, puede marcharse.

¡¡INOCENTE!!

El júbilo de aquella sentencia lo sentí como mío. Aquello creaba un precedente que no podía fallar cuando me tocara a mi. Y, en ese momento, dijeron mi apellido: Me tocaba.

-Diga su nombre, por favor.

– Mi nombre es Belén Montalvo Martín, está mal en la lista porque mi apellido se compone de dos palabras, pero soy yo.

Me ponen el vídeo y saludo mentalmente con cariño a mi antiguo Prius, que ya ni tengo, ya que hace tanto tiempo de esa multa que me ha dado tiempo a cambiar de coche (y cruzarme el país con el nuevo). Efectivamente, era como lo recordaba: de noche, llego al cruce, freno y giro. No había ni un alma en la calle. Mi coche es el único que se ve en el vídeo.

– ¿Cómo se declara?

Mi cabeza iba a mil. «Hombre, pues STOP no hice. Pero si el chico anterior era inocente haciendo un ceda el paso, yo también.» Y entonces mi estrategia racional se cayó al suelo.

– Inocente, señoría. Como ha dicho la persona anterior, en ese cruce no hay señal que diga que ese giro no se pueda hacer. Yo frené, me aseguré de que no hubiera nadie antes de girar y giré. Como verá, además no había ni un coche en aquel momento, ya que era por la noche, y no puse en peligro a ningún otro conductor o peatón.

-Hmmm, no sé. Veamos qué opina en este caso la policía de la ciudad.

«La policía de la ciudad» era el policía cabrón de la mascarilla del Blue Lives Matter. Que carraspeó, clavó en mi sus ojos azules y me dijo:

-Usted ha dicho que en ese cruce no hay señal alguna que no permita el giro a la derecha. Déjeme recordarle que estaba usted en un semáforo en rojo.

-Disculpe, señor, quizá no me expliqué bien. Me refería a que, efectivamente, el semáforo estaba en rojo pero no había señal alguna que dijera que no se podía girar en rojo. A eso me refería, quizá no me expresé bien.

Yo cagándome en mi acento español en aquel momento. El no ser bilingüe, en batallas dialécticas no ayuda.

– Además —siguió el policía, obviando mi comentario y poniendo otra vez el vídeo— aquí se ve cómo usted, a diferencia del caso anterior, va significativamente más rápido, ya que frena durante más tiempo antes de girar. Es probable que fuera a más velocidad de lo que permite la vía.

– Hombre, pues no sé a qué velocidad iba exactamente, pero no suelo ir deprisa. Y lo que hice fue frenar tanto como consideré suficiente para hacer el giro con seguridad. No tuve ninguna intención de hacer algo no permitido, señor, ni hice nada que fuera imprudente.

– Yo he visto muchos giros en muchos vídeos y diría que usted aquí no está conduciendo con prudencia. Si condujera con prudencia, habría aminorado la velocidad antes de llegar y no tendría por qué frenar durante más tiempo que el vehículo del vídeo anterior.

Durante un nanosegundo dudé en si pedir al policía prueba de su acusación, ya que sé que esa cámara no es un radar de velocidad. Pero, sinceramente, estoy 99% segura de que, efectivamente, yo iba más rápido de lo que debería, según la norma de los 35 millas por hora de mi calle, que viene a ser 55 km/h en una calle de 3 carriles por sentido separados por una mediana. Nunca corro demasiado porque sé que mi barrio tiene mucha policía aburrida patrullando las calles en búsqueda de recaudación, pero fijo que a 35 aquella noche no iba. Ya te digo yo que no.

Así que me quedé callada, esperando el veredicto con la cabeza gacha.

Y la jueza entonces me declaró culpable y me dijo que, como el padre del hijo desgarrado, me tocaba pagar 258 dólares como 258 soles.

Y yo cogí mi carpetita y mi bolso, les deseé buen día a todos y me fui, derrotada.

Me pregunto si la audiencia estaba conmigo o no. Nunca lo sabré, pero quizá los que allí quedaban (dos o tres personas más, todo lo demás eran policías) me consideraron una Fitipaldi. O una pringada.

Tampoco sabré nunca qué historias traían consigo las personas que fueron detrás. Quizá me perdiera algo muy interesante.

A la salida, una chica pelirroja con el pelo muy largo me preguntó «¿Cómo ha ido?»

Yo tardé un segundo en reaccionar. –Ehmm, mal– le dije, sonriendo.

-¿Mal? No me digas, ¿qué ha pasado?

Como me dijo después una fólogüer, esta chica era el equivalente a la amiga que te haces en el baño de la discoteca, pero en versión juzgado.

Yo me encogí de hombros sin dejar de caminar. Empujé la puerta hacia afuera, y salí de allí.

No siempre se gana en el país de las oportunidades. Y mira que mi Prius corría poco, pero casi seguro que iba más rápido que el Lexus del tipo anterior, aunque ambos vídeos eran prácticamente idénticos.

Varios me dijisteis que creíais que había sufrido discriminación, bien por ser hispana, o bien por ser mujer, o por las dos cosas. Pues no lo sé, sinceramente. Y creo que no hay forma de saberlo. Lo que sí sé es que el chico anterior dijo, en muy pocas palabras y perfectamente expresado en inglés, lo mismo que dije yo con mi acento y mis cosas. También sé que ese policía era un gilipollas de libro. Que su percepción era lo que iba a misa en este caso. Y a él le pareció que yo era una imprudente y punto, por los motivos que fueran.

En fin, gracias de nuevo a todos los que me enviasteis «cafés» para pagar la multa y/o paliar las penas. De verdad que no hacía falta y, por favor, no se os ocurra hacerlo más, ya que me dio mucha vergüencita y me siento como la versión yanki de Lola Flores:

«¡Si un dólar me diera cada español….!»

Además, tranquilos, que yankimarido dejó de ir a sus clases por la pandemia. Así que, con la vida monacal que llevamos desde el último año, es difícil hasta ser imprudentes ya.

Os mando un abrazo.

Belén (o Montalvo)

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