Séptimo aniversario

Como casi todos los años, mi aniversario, para el que quedan muy poquitos días, hace que me siente a pensar y a escribir. Son siete años ya viviendo fuera de España. Viviendo un poco de prestado en Estados Unidos porque, aunque desde que me casé con yankimarido no he vuelto a necesitar un visado de trabajo, el proceso para dejar de ser un «alien» (así nos llaman) y ser oficialmente una «residente permanente» en este país está siendo un absoluto infierno y un constante sacacuartos.

Sinceramente, me indigna que, siete años después de dejar mi vida en Madrid emigrando de forma totalmente legal en todo momento, este país que, orgullosamente, se vende como «tierra de inmigrantes», aún no considere que resido permanentemente aquí, a pesar de trabajar y pagar mis impuestos como la que más.

Es irónico que, este año, mi aniversario coincida con otra entrevista en las oficinas de Inmigración, donde terminarán de evaluar si mi matrimonio les parece o no lo suficientemente sincero. Como me dijo un abogado al comenzar el proceso: «No por que tú lo tengas claro tu caso es más sencillo. Todas las parejas que presentan la solicitud son culpables hasta que se demuestre lo contrario.»

El fraude es especialmente frecuente en Miami, donde hay agencias que te casan, te dan un dossier de información de «tu marido» y te preparan para pasar la entrevista, a cambio de un precio. Conozco varios casos. Todos los que vivimos aquí conocemos algún caso, diría yo.

Y, efectivamente, mi matrimonio ha sido puesto en tela de juicio sin motivo para ello, y demostrar que no estoy aprovechándome de la nacionalidad de mi pareja para quedarme en este país legalmente es un proceso desagradable, largo, tedioso… y muy caro.

Así que llevo 7 años sin vivir en España, pero aún no puedo decir que me sienta en casa. Aún tengo cuadros sin colgar en las paredes, «por si acaso».

Por otro lado, mi desconexión con la que siento que es mi casa -Madrid- va en aumento. Soy consciente de que va a hacer 3 años que no piso sus calles ni de visita. Mis sobrinos han crecido. Mis amigos peinan canas.

Durante los primeros años, me daba cuenta de que me estaba perdiendo cosas cuando llegaba de vacaciones y veía que había tiendas nuevas, obras que habían acabado, cambios estéticos en mi ciudad que me pillaban por sorpresa.

Ahora, tras muchos más años, me he dado cuenta de que el cambio es mayor. Ya no sé cuántos canales se ven en vuestra televisión. Ni qué programas están de moda. No tengo ni idea de cómo va la Liga -un cubano aquí me informó de que Cristiano Ronaldo hace años que no juega en el Real Madrid-. No sé qué canciones se oyen en la radio. El otro día pensé en eso y me descargué, en un arrebato de nostalgia, la app de los 40 Principales… Y casi ni la reconozco: ¡han cambiado hasta el logo!

Poco a poco, me he dado cuenta de que hasta el lenguaje de la calle ha cambiado sin mi. Ahora la gente dice «salseo» en vez de «cotilleo», se dicen expresiones (muchas de ellas absurdas) como «Esto es bien» para decir que algo es bueno, se han colado muletillas como el «Sin ser yo nada de eso» y similares, que vienen de vídeos virales que yo no he visto. Nunca oí el famoso anuncio del Elfo en Navidades que todos odiábais ya de tanta repetición. Parece ser que el «Sálvame» sigue siendo pilar cultural aunque nadie reconozca verlo, y el mundo influencer en España es el nuevo Gran Hermano.

Me dijeron hace un par de años que en España los hombres llevaban los pantalones pesqueros y sospecho que, para cuando vuelva yo por mi tierra, volverán a llevarse de nuevo largos. Quién sabe. Vivo en una órbita distinta donde la moda importa bien poco y la gente, para arreglarse, se enfunda en su ropa cara del gym.

Pero por primera vez siento que no basta un par de semanas de vacaciones en España para volver a «enterarme» de todo. Son demasiadas cosas las que desconozco ya. Haría falta una inmersión total para volver a dominar mi propio territorio cultural.

El coronavirus, además, ha sacudido mi mundo, y el de muchos expatriados. Para quienes vivimos fuera, estábamos «solo a un vuelo» hasta marzo de 2020. Ahora las cosas no son tan sencillas y muchos de nosotros nos sentimos atrapados. En mi caso doblemente atrapada, puesto que Inmigración no me deja viajar y la pandemia, tampoco. Y, de pronto, vivir lejos no es vivir lejos, es vivir fuera. Fuera de posibilidades de volver. Como si en medio del Atlántico hubiesen levantado un muro. Ya no estamos a un vuelo. Estamos a mil trámites, un vuelo enmascarillado, mucho riesgo de contagio y la incertidumbre de no poder coger el vuelo de vuelta.

Leí un artículo sobre las dificultades de los padres durante el confinamiento y sobre ese nuevo escenario con los niños escolarizados en casa que hacían plantearse a los padres si habrían tenido hijos de haber sabido que el plan era ese. Lo mismo digo de la expatriación. ¿Me habría ido yo de mi país de haber sabido que podría darse la circunstancia de no poder volver o recibir visitas durante años? Seguramente no. Es como si hubiésemos emigrado con la tranquilidad que nos da tener internet para comunicarnos constantemente y, de pronto, tuviésemos que volver a enviarnos exclusivamente cartas. Ha sido un paso atrás muy grande que nunca jamás nos planteamos. Pero aquí estamos, viviendo donde hemos decidido vivir.

Vivir en Estados Unidos sigue aportando a mi vida un conocimiento y una experiencia enormes que cuido y almaceno, año a año, con la esperanza de reírme de las pesadillas y echar de menos todas las frivolidades estadounidenses algún día desde mi futuro hogar en España. Tengo claro que vivir hay que vivir en un sitio o en el otro, disfrutando de las ventajas que nos da cada lugar del mundo y que, al final, las pequeñas cosas del día a día y las personas (y chuchos) que nos rodean son las que nos dan la felicidad.

Lo que está claro es que, si pensaba que podía estar aquí y allí al mismo tiempo, me estaba engañando. Incluso cuando «siento que estoy allí» es todo una ilusión, no es real.

Por mucho que, si cierro los ojos, pueda recordar perfectamente cómo huele y sabe un cocido madrileño, la realidad es que hablo, pienso y me comporto de manera diferente en mil millones de aspectos a la de la Belén que vivía en Madrid. Y esto se debe a que resido permanentemente en Estados Unidos desde hace 7 añazos.

Ya solo falta que terminen de asimilarlo, el próximo miércoles, los del Departamento de Inmigración.

Os mando un yankiabrazo,

Belén

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