Capítulo Tres: «Un perro callejero»

Sin ánimo de dármelas de perro experimentado… sí, yo he vivido en las calles de Miami. He levantado la pata en muchas palmeras. Sé lo que es beber de los charcos. Sé lo que es cazar iguanas y ratas y sí, se lo que es pedir limosna y sufrir el rechazo social.

La primera vez que fui a la parte trasera de un Burger King a ver qué habían tirado a la basura, me encontré con un tipo que me dio con una escoba. Que digo yo que no hacía falta recurrir a la violencia, me dices que no ha sobrado nada y punto. Se han perdido las formas. A mi me sorprendía que me trataran tan mal, con lo guapo que soy y la cara de bueno que tengo. Pero claro, el día que me vi reflejado en la puerta de un local, fui consciente de que el atravesar un túnel de tierra y dormir bajo coches grasientos tiene sus consecuencias. En vez de ser blanquito con manchas marrones, era más bien todo tirando a gris. O color topo mejor, vamos a hablar con propiedad.

En fin, resumiré mis aventuras durante aquellos meses en las calles de Miami con los datos más importantes:

Nunca os fiéis de un gato. Parecen colegas porque también son vagabundos pero tienen cero empatía, jamás comparten nada y dan cero conversación.

Si te estás planteando ser perro callejero en Miami, elige otra temporada que no sea verano. A mi me llovió mogollón. Y ya no es que te cales, es que si te resguardas debajo de un coche, el charco que se forma puede que haga que tengas que salir de allí nadando. Por no hablar de los truenos. Nada agradable. Yo tuve suerte y no viví ningún huracán en aquella fase de mi vida, pero ya era lo que me habría faltado.

Cuidado con los coches, ellos no entienden que tú seas un espíritu libre. Y si no que me lo digan a mi, que me hallaba yo a punto de cruzar una carreterilla de nada para poder ir a la playa, cuando un señor frenó en seco delante de mi y me montó un escándalo.  «Nooooo!» – me gritó. Y yo pensé «Anda, si se sabe mi nombre!» y fui a saludar a ver si me reconocía con mis malos pelos. El señor se bajó, hizo parar a los coches de alrededor haciendo aspavientos. Yo me asusté un poco, no fuera a sacarse una escoba de la manga, y retrocedí.

– Ven, bonito, ven.

No me fiaba yo ni un pelo. Ven a qué. ¿Hay Baby encerrado? ¿o gato? ¿o escoba?

Pero el señor se dio la vuelta y sacó unas patatas fritas del coche. Ahora sí que estábamos hablando, sí. Mis reservas de grasa de mi fase foodie hacía meses que se habían terminado y estaba ya bastante esquelético.

Di unos pasitos, me comí unas patatas del suelo, luego las patatas se fueron acercando al coche y terminé comiéndomelas dentro. En cuestión de diez minutos estaba de copiloto de ese buen señor en un Honda Accord. Sin rumbo, pero motorizado. Y comiendo patatas.

Luxus máximus.

Continuará…

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