Capítulo Ocho: «Un goodboy»

Después de ser echado de una casa, escapar de otra, vivir en las calles, experimentar el corredor de la muerte, pasar por el hospital, por el spa y por el refugio, como comprenderéis, el oír de la boca de aquella chica que iba a ser adoptado, me dejó de lo más intrigado. ¿Iba en serio? ¿Quién era esa chica? ¿Habría Baby con el que lidiar? ¿Otros perros? ¿O, lo que es peor, algún gato?

Yo, cauto, sin hacerme demasiadas ilusiones, puse las orejas en modo máxima alerta y la miré fijamente. Pero, tras un rato largo al teléfono, me volvió a poner la correa y fuimos, juntos, al mostrador. «Que va en serio. Que lo va a hacer. Que me voy a casa. Pues parece maja. Pues fijo que esta se echa buenas siestas»… y en esto ya estaba yo pensando cuando la oí decir:

– Mi psiquiatra me ha recetado un perro. Quiero adoptar a este.

Te cagas. Es una loca. Me ha tocado LA LOCA. Que dice que le han recetado un perro, a ver si me ha visto a mi cara de aspirina. ¿Y a esta qué le pasará? ¿Será esquizofrénica? ¿Bipolar? ¿Psicópata? ¿Narcoléptica? Y, lo que es más importante… ¿se echará buenas siestas o no?

Luego, con el tiempo, me enteré de que mi dueña había acudido a un doctor porque estaba pasando por una mala racha y, entre otras cosas, le ponía muy triste pensar en sus perras anteriores, que había tenido que dejar con su familia en España. Por eso se pasaba la vida haciendo voluntariado en el refugio, pero su casero no le dejaba meter un perro en el piso. Cuando fue al doctor, le contó todos sus dramas y el médico le escribió una carta por la que recomendaba un perro de soporte emocional. Esa carta le permitiría, por ley, meterme en su piso -quisiera el casero o no- e incluso viajar conmigo en cabina sin problema. Ella llevaba en el bolso esa carta desde hacía un par de semanas y me eligió a mi como su perro de terapia.

Pero todo eso no lo supe hasta meses más tarde, así que estuve alerta mucho tiempo, un poco acojonao, no fuera a sacar un cuchillo (¡o la escoba!) en cualquier momento y ¡zas!, adiós Pancho. Porque sí, desde el momento en el que su madre lo sugirió, yo pasé a ser Pancho. Yo encantado de librarme del sambenito del Stephan, la verdad, así que me lo aprendí cagando leches. No habíamos salido por la puerta del refugio y yo ya respondía a Pancho. Así de goodboy soy.

Tras tres horas rellenando formularios en el refugio, me compró una correa allí mismo, un collar, me hizo una chapa con mi nuevo nombre… Y nos fuimos juntos a casa. Y, para mi felicidad perruna, allí no había ni Baby, ni gatos, ni nadie más que me molestara. Era solo ella. Ella me sacaba de paseo. Ella me daba la comida. Ella me achuchaba sin parar. Ella me enseñó un montón de trucos: Sit, down, la patita, la otra, gira, a la cesta, ven, quieeeeeeeto. Todo eso sé.

Y sí, comprobé que tenía un sofá muy grande donde, efectivamente, se echaba buenas siestas. Y lo mejor de todo: que no le importaba en absoluto que yo me tumbara encima de ella y la acompañara.

 

Han cambiado un montón de cosas desde aquel día, la gente va y viene, pero ella no. Ella siempre está ahí. Y  me pongo más ancho que largo al poder decir que no ha habido ni un solo momento en el que yo no haya sido un súper perro de apoyo emocional. ¿Que ella ríe? Yo me arrimo. ¿Que ella llora? Yo me arrimo más. ¿Que ella se estresa? Me acaricia un rato y se le pasa. Manita de santo soy, oiga.

Y no siempre ha sido fácil. Hubo un tiempo en el que ella lloró tanto que me preocupó un montón. Me llené de canas. No veáis qué agobio, era como que mis poderes curativos no funcionaran. Pero aquello pasó de largo también. Como todo. Si es que al final, todo termina pasando. Como el vivir en la calle. O como la perrera. O como tener puntos con betadine en vez de huevos. O como tener que compartir cuarto con el pesao del Papo. Y yo quiero pensar que aquella tristeza suya se pasó, en parte, porque yo estaba allí dándole con la patita. Y eso es muy bonito.

Si es que os lo tengo dicho: siempre he sido un goodboy.

Fin

 

 

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