Capítulo Siete: «Encuentros en la Tercera Fase»

No sé si os habéis dado cuenta de que llevo ya más de 3 mudanzas en cuestión de un par de meses. Yo era un perro nómada y, después de mi paso por Animal Services y por el hotel-spa, había pasado a la tercera fase: la de «Disponible para adopción».

Yo ya había aprendido a no coger demasiado cariño a los sitios porque total, pa qué. Así que, cuando llegué al refugio y me metieron en mi cuarto, a pesar de que era claramente un «upgrade» respecto a las jaulas anteriores y, por supuesto, la calle, no me impresionó nada. Vale, era una habitación grandecita y vale, había camas bastante cómodas… pero venía con compañero de piso, y eso no me hacía nada de gracia. Porque una vez que uno se hace a vivir solo, es difícil volver a compartir.

Se llamaba Papo y, aunque no soy yo quién para meterme con nombres ajenos… ya les vale a los de la protectora, de verdad. Joer con los nombrecitos.

El caso es que Papo era un cansino de libro. Según llegué al cuarto, se me echó encima y no me dejaba en paz. «¡Hola! ¡Qué bien que compartimos! ¿Cómo te llamas? ¡Yo me llamo Papo! ¿Quieres jugar? ¡Venga, persígueme! ¿A que te muerdo una oreja?

¿A que te la muerdo yo, Papo? – Le pegué un gruñido en tono Darth Vader y Papo se fue corriendo a su cesta, se hizo una rosquillita y se calló. Uno, cuando ha vivido en perreras, aprende a valorar el silencio y no tenía yo los miembros fantasmas para farolillos.

Papo era más pequeño que yo, más joven, más hipoalergénico y más simpático, así que a los tres días de estar allí, llegó una familia -padres y niña medio adolescente- y se lo llevaron. Creo que estuvieron decidiendo entre los dos, pero yo la verdad es que no puse mucho de mi parte, y a Papo parecía que se le iba a desenroscar el rabo. Así  que le adoptaron a él pero yo me quedé con el cuarto para mi solo. En la gloria.

Mi vida se reducía a dormir, mirar gente pasar delante de mi puerta de cristal, comer, echarme una siesta, volver a ver gente pasar, cenar y dormir otra vez. Por la mañana nos sacaban, de uno en uno, al patio, y venía el servicio de habitaciones. Al volver te encontrabas todo limpio y el desayuno puesto, una maravilla. También solía haber voluntarios que me sacaban a hacer mis cosas y a dar una vuelta a la manzana a respirar un poco de aire fresco. Me achuchaban bastante, sobre todo una de las chicas que trabajaba allí y me conocía de la época del hotel-spa. Muy maja, la verdad. Pero siempre se iban al cabo de un rato, claro. Y yo me quedaba solito en mi cuarto pensando en cuándo demonios me irían a adoptar.

Una mañana, apareció una voluntaria que no conocía de nada en mi puerta y se me quedó mirando desde fuera. Leyó mi ficha, abrió la puerta y me dijo: «¿Y tú quién eres?»

No me dejó ni responder -que tampoco pensaba yo hacerlo, porque ese tema es largo-  cuando ya me estaba acariciando y poniendo la correa. Salimos de paseo y me tuvo fuera mucho rato. Paseamos, yo hice pises y cacas, luego nos sentamos en un banco, me estuvo haciendo mimos, me toqueteó todo… Me miró hasta los dientes la muchacha. Yo me sentía como observado. No sé cómo explicarlo, como si esa tía analizara cada uno de mis movimientos. Cuando volvimos al cuarto, se sacó media galleta del bolsillo y me la dio, así que me quedé mirándola a ver si me daba la otra media. Ella, sin embargo, cogió el teléfono y me hizo una foto. Así, sin preguntar ni nada, a la mierda mi intimidad.

Se la debió de mandar a su madre, porque acto seguido le sonó el teléfono. Lo cogió y dijo:

– Mamá, creo que voy a adoptar a este perro.

– Pues tiene cara de Pancho.

 

Continuará…

 

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