Capítulo Uno: «El Baby»
Los inicios son difusos. No tengo ni idea de dónde nací exactamente, pero como yo me siento libre, entiendo que fue aquí, en The Land of the Free. Tampoco recuerdo muy bien a mis padres, pero mi actual dueña sospecha que mi padre era un teckel de pelo duro y mi madre un jack russell terrier. O viceversa. O similar. O vete tú a saber. El tema del pedigrí a mi, personalmente, me la refanfinfla. El caso es que nací mono. Así, pequeñito, alargao, con pelos despeluchados y manchas marrones. Yo de pequeño, no es por nada, pero era una belleza. No tenéis más que imaginarme. Si soy guapo ahora, con mis canas y demás, con 3 meses yo era lo más bonito de mi casa. Seguramente el más agraciado de todos mis hermanos. El más modesto quizá no.
Crecí en una familia miameña y tuve una educación bilingüe. Mi nombre por aquel entonces era «Noooo» que, en inglés, se dice «Nooooo». Como veréis, esto de los idiomas no tiene ningún misterio, la gente se queja de vicio.
Allí me enseñaron algo muy importante: a mear. A mear fuera, digo. Me pusieron unos «pads», que son como un pañal de bebé en forma de alfombrilla por todas partes y, claro, en alguno le hice pis. No veas qué fiesta cada vez que acertaba, oye. Galletas, bailes -salsa, mambo, bachata- y muchos «good boys»… Luego el «pad» pasó al jardín y, cuando ya lo tenía controlado y no hacía pis más que en el «pad», van y me lo quitan. Y se acabaron las fiestas, los saltos, las salchichas y demás. Palmadita en la cabeza y a correr. Aprendizaje: la vida, a medida que avanza, se vuelve más ingrata.
Yo creo que mis dueños estaban bastante contentos conmigo. Si meaba fuera y era guapo, ¿qué más puedes pedir? Me comí un par de esquinas cuando me salieron los dientes, pero nada demasiado grave. He oído historias de goldens que se comen sofás, pero yo he sido siempre un «Goodboy».
Eso sí, todo cambió cuando llegó el Baby.
El Baby apareció un día en un carrito. Así, de golpe, sin llamar antes. Chillando desde el principio, aunque yo estuviese durmiendo. Me pareció un desconsiderado. Os recuerdo que, como perro, esos agudos me matan. Encima empezaron las grandes injusticias: si yo ladraba a algún pájaro mientras él dormía, me llevaba bronca, pero él no. Él podía hacer gorgoritos cuando quisiera, que no había problema.
De pronto, las conversaciones entre humanos cambiaron radicalmente. Ya no decían «galleta» ni «treat» tan habitualmente. Venían a ser algo así como «the baby, baby baby, and the baby, the baby, the baby…». Ni siquiera me llamaban ya «Nooooo» , ya solo me decían «Chsssssssssst».
Cuando el Baby se hizo un poco más robusto y empezó a comer en la trona, mi vida mejoró. Vamos, que engordé bastante porque empecé a trincar todo lo que el Baby tiraba al suelo. Puedo decir que he comido salchicha, huevos, bacon, zanahorias, mango, plátano, french toast y pancakes, entre otros manjares. También os diré que el kale está sobrevalorado. En esta época foodie de mi vida aprendí que, para que no te pillen, lo mejor es coger lo que sea del suelo y correr disimuladamente a otra habitación para que no te vean que estás comiendo. Funciona 9 de cada 10 veces.
Cuando el Baby empezó a gatear, yo pasé a mi fase eremita. Esa criatura no tenía punto medio: o me ignoraba o me atacaba. Así que decidí esconderme. Debajo de la cama, dentro del armario, en la bañera… donde fuera, pero lejos. Mis dueños empezaron a llamarme otra vez «¡Galleta! Treat!» pero ya sin buena fe, porque lo hacían para que fuera a entretener a la criatura. Te damos galleta pero quédate ahí a aguantar lo que caiga. «Despasito, eaaaaaaaaasy» le decían al Baby. Y el Baby respondía con un chillido y me retorcía las orejas.
En una de estas sesiones de tortura, el Baby se pasó tres pueblos y me pellizcó un cojón. Así, sin preliminares. Zasca. Y yo, que estaba más o menos tranquilo, sentí un dolor hasta entonces desconocido. Acción – reacción, él me pellizcó los huevos y yo le eché toda mi boca llena de dientes a estrenar, pensando: «Niño, me tienes hasta los ídem» y le mordí un poco la mano. Diría que, en textura, era similar a la salchicha, pero tampoco profundicé. Solo quería dejarle saber que los cojones ajenos no se tocan. Pero el Baby montó un drama que ríete tú de las sirenas del coche de bomberos. Vino el dueño y me pegó un tortazo, me gritó y se llevaron al Baby. Nunca más lo volví a ver. Ni a los dueños. Porque, al rato, vinieron otras personas a las que solo había visto un par de veces de visita, me llevaron a otra casa y me abrieron el jardín trasero. No había «pad» pero yo hice pis tan contento, esperando un «goodboy» a cambio, a ser posible acompañado por galleta. Pero, cuando me di la vuelta, habían cerrado la puerta y me habían dejado ahí fuera, solito.
Eso dolió más que el pellizco en el cojón.
Continuará…