Capítulo Uno: «La casa de Julio Iglesias»
Han pasado más de 20 años pero recuerdo perfectamente cómo me impresionó la llegada a la primera casa en la que «viví» en Estados Unidos. Era enorme y blanca, muy blanca y, aunque acabábamos de abrir la puerta, sonaba música clásica de fondo. Y allí me tenéis con mi maletón, embobada en la entrada doble de cristal, que daba a un espacio diáfano con suelo de mármol blanco resplandeciente. A la derecha, una zona de comedor presidida por un televisor gigantesco, seguido de una cocina americana que yo hasta entonces solo había visto en películas, con su nevera de doble puerta con dispensador de hielitos y su barra de desayunos. A la izquierda, un salón con dos sofás en «L» y librerías hasta el techo. Pero lo más chocante de todo era que, delante de mis narices, en la entrada, descubrí que la música procedía de un piano blanco de cola… que se estaba tocando solo.
Mi dormitorio era «el despacho» y mi cama era una librería camuflada que, cual película de espías, se hacía cama de matrimonio. El colchón no era muy allá pero a esa edad aquello no importaba demasiado. Todas las habitaciones de la casa tenían interfono, por lo que, cuando me llamaban para cenar, o ver una peli, o me decían que tenía una llamada, en vez de tocar a mi puerta me lo decían a través del cacharrito a todo volumen, que siempre me pillaba desprevenida y me pegó unos buenos sustos.
Al lado de mi dormitorio dormía Mike (llamémosle así, aunque en realidad no recuerdo su nombre): un niño de once años, hijo único y el ser humano más mimado que he conocido yo en la vida. Tenía todas las videoconsolas disponibles en el momento, un dormitorio enorme con una cama que simulaba ser un coche (con sus faros que se encendían y todo), un teléfono chulísimo en su mesilla con teclas mega grandes de colores para llamar a sus amigos, televisor y su propia neverita tipo minibar para refrescos dentro de su cuarto. Mike me presentó al perro -un Schnauzer monísimo- y al gato, que eran «best friends» y verles jugar enzarzados rodando por los suelos se convertiría en mi pasatiempo favorito en aquella casa, seguido muy de cerca de la observación del piano fantasma cuyas teclas se apretaban solas.
Mike me enseñó toda la casa. En el punto más alejado de nuestros dormitorios, estaba el cuarto de su madre. Me pareció el dormitorio de una actriz de cine. Todo en color vainilla, la cama más grande que había visto nunca (probablemente fuera del tamaño de la mia de ahora, pero por aquel entonces todo era nuevo para mi) un armario más grande que mi dormitorio entero en España con una chaise longue en el medio para descalzarse y, al fondo, un baño con un jacuzzi circular. A mi la boca se me iba a caer al suelo, os lo digo, con tanto lujo y tanto espacio. Pensé que había tenido la mayor suerte de mi vida con aquella familia.
La madre (La Preysler) era filipina, aunque llevaba toda la vida en Florida. Era guapísima y estilosísima, pero más aburrida que emparejar calcetines. Su vida consistía, básicamente, en llevar y recoger a su hijo de los lugares donde Mike se antojara, jugar al tenis con faldita blanca e ir de compras con otra amiga suya filipina, se ve que para llenar ese armario hacían falta muchas cosas. Era buena gente pero no recuerdo ni una sola conversación interesante con ella, ni un lugar al que me llevara de excursión, nada que me dijera que me aportara algo… Nada.
Yo me aburría mucho en aquella casa por las tardes (por las mañanas teníamos «clases de inglés» los españoles, aunque eran una parida, nada que ver con mi disciplina irlandesa anterior) y recuerdo que la pobre Preysler siempre me decía que podía usar la videoconsola de Mike o ver la televisión. El primer día que quise ver la tele, Mike se ofreció a enseñarme. «Esto es un mando a distancia: sirve para cambiar los canales». Yo me sentía como E.T.. Cuando le dije que en España también teníamos de eso, el niño alucinó.
– ¿Y en tu casa hay también microondas?
-Sí
– ¿Y en España tenéis coches?
– ¡Pues claro!
– ¿Y en tu casa también hay un piano?
– Pues sí… mucho más pequeño, pero sí…
– ¿Pero a que el tuyo no se toca solo?»
– No, eso no (rico).
Pero en cuanto Mike vio que yo no era una niña tercermundista con la que fardar y que no teníamos muchas aficiones comunes, perdió el interés por mi rápido. Yo creo que primero llegó el Schnauzer, luego llegó el gato y, por último, llegué yo con el objetivo de que el niño se entretuviera, pero duró poco su emoción, al igual que con los otros dos. Así que nunca nos hicimos muy amigos. Él prefería ir a casa de compis del cole suyos o traerse amiguitos para jugar con sus cosas en su cuarto y yo era una adolescente pegada a un Walkman.
Una noche, Mike y un amiguito pasaban juntos la noche en casa y estaba yo ya estrangulándoles mentalmente porque no paraban de saltar en la cama-coche dando voces y no me dejaban dormir cuando, de pronto, escuché un «¡CLONC!» seguido de un alarido.
– aaaaaAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAHHHHHH!
Mike había caído, de morros, contra el «paragolpes» (qué ironía) de su propio «coche» y se partió uno de los paletos. Yo salí escopetada de mi cuarto a ver qué había pasado y vi a Mike sangrando como un gorrinín. Estaba la madre ya llamando a urgencias cuando me pegué un susto de la leche. Un hombre de unos setenta años sin camiseta, entró por la puerta enfurecido hacia nosotras, gritando que no podía ser, que qué eran esos gritos a esas horas y que ya se encargaba él. Yo llevaba ya un par de semanas en esa casa y no tenía ni pajolera idea de quién era ese hombre pero, de pronto, se me encendió la bombilla: ¡EL PADRE!
El padre que, como os digo, iba sin camiseta y había entrado por algún lugar que no era la puerta principal. Por primera vez vi, además, a un hombre operado de cirugía estética. Tenía el cuerpo de un vejestorio, un cuello muy raro y la cara quince años más joven.
– ¿Y tú quién eres? – Me preguntó, mirándome con el ceño fruncido, cuando volvieron del hospital.
– Yo soy Belén, la estudiante española.
– Ah, encantado. -sonrió por primera vez y me estrechó la mano- Yo soy el padre de Mike. Vivo en la casa de invitados.
Mi cara era un poema.
…Y así fue cómo conocí a «Julio Iglesias».
Continuará…