Capítulo Tres: «La Preysler»

La Preysler era, ya os lo he dicho, más sosa que una sopa de hospital, pero tampoco era mala gente. De hecho, como veía que yo me pasaba el día buscándome planes que hacer fuera, un día me dijo que podía invitar a todos mis amigos españoles a casa. Yo pensé que se refería a invitarles a merendar, a la piscina y poco más, pero no, La Preysler tenía planes más ambiciosos. «¿Cuántos seríais? – me preguntó. «Pues unos ocho…»

La Preysler sonrió y me pidió que la acompañara. Abrió la doble puerta de su dormitorio y, por segunda vez, vi su cuarto gigante en tonos vainilla, sus cortinas de raso drapeadas, su cama infinita, su vestidor con chaise longue y, al fondo, el baño con el jacuzzi.

– ¿Crees que cabríais todos a dormir aquí?

– ¿Aquí… dónde? -pregunté, perpleja- En la cama creo que no…

– ¿Y si cubrimos todo el suelo con sacos de dormir?

Y así, La Preysler, sin venir a cuento, me organizó un fiestón que ríete de las recepciones en la casa del embajador donde la verdadera Preysler se hartaba a ofrecer Ferrero Rocher. Insistió en salir voluntariamente de su dormitorio por una noche y durmió ella en la cama chirriante de mi cuarto, dejándome su cama de 2×2 para que todos mis amigos españoles (chicos y chicas) y yo pasáramos la noche disfrutando de su cuarto como si estuviésemos en la suite de un hotel. Nos metimos todos en el jacuzzi de su baño (no preguntéis cómo, pero cupimos), cotilleamos su vestidor de arriba a bajo, comimos pizza y helado hasta reventar y dormimos allí todos, pasándolo fenomenal.

Cuando todos mis amigos se fueron, me entró cargo de conciencia porque, yo había decidido que me quería cambiar de casa pero claro, a ver quién era la guapa que se lo decía a La Preysler ahora, después de semejante detallazo. En mi cabeza había un continuo debate sobre si irme o quedarme, sobre cómo decírselo, sobre qué excusa poner para no herir sus sentimientos… E iban pasando los días de la manera más tonta.

Pero entonces llegó la carta.

Llegó por la mañana, que era cuando pasaba el cartero. Metía el correo en el buzón blanco y levantaba la banderita roja. La Preysler es muy probable que recogiera las cartas al llegar de su tenis. Estaría acostumbrada a tirar toda la morralla de publicidad a la papelera. Abriría alguna factura, quizá alguna comunicación del colegio del niño. Pero al llegar a la carta certificada, seguramente se quitaría la visera, se sentaría en el borde del sillón de la entrada y abriría el sobre con el abrecartas, torpemente, mientras era consciente de que le temblaban mucho las manos. Desdoblaría el papel, cerraría los ojos un segundo tomando aire, intentaría calmarse antes de abrirlos de nuevo… y comenzaría a leer.

Todo esto me lo imagino, porque yo estaba en clase. Bueno en «clase», seguramente bailando la macarena o aprendiéndonos la letra del himno americano –Oh, say! Can you see…– con el grupo de españoles. Nada que no pudiera interrumpir una llamada de La Preysler a mi coordinadora. Cuando colgaron, me dijeron que tenía que ir a casa a hacer las maletas, que me iban a cambiar de familia.

– ¿Ahora?

– Sí, ahora.

– ¿Qué ha pasado?

Lo que pasó fue que había llegado la sentencia de divorcio y La Preysler le habían denegado la custodia de su hijo. Mike pasaba a vivir con Julio Iglesias de forma inmediata.

Obviamente, yo allí sobraba.

Hice la maleta más rápida de la historia. El silencio de esa casa era angustioso. La coordinadora esperaba en la puerta. La Preysler no abrió la boca siquiera. Y con mi maletón atravesé el salón, echando un último vistazo al piano fantasmagórico, que ese día no tocaba. No sabía ni qué decir para despedirme, fui torpe. Un bye, thank you for everything, un abrazo raro.

Y me metí en el coche de la coordinadora, rumbo… a saber.

 

… Continuará.

 

 

 

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