Capítulo 5 (y último) – El apoyo español

Una semana antes de que Irma llegara a Florida, Harvey lo hizo en Texas. Yo sigo, desde que abrí el Instagram para Aló Miami, a varios españoles que viven en Estados Unidos y, de pronto, sin conocerla de nada, me vi preocupándome por el estado de otra expatriada como yo que vivía en Houston. Ella solía subir videos, como yo, de sus cosas, todos los días. Pero llegó un momento en el que, encerrada en su casa bajo el diluvio y temiendo que el agua le entrara por la puerta, se agobió tanto que dejó de publicar durante un par de días. Yo me preocupé de verdad y la escribí directamente. Afortunadamente, sí contestaba por privado y todo le fue bien.

Si yo me preocupé por ella, no me quiero imaginar cómo lo pasaron sus amigos y su familia. Por eso, ante la llegada de Irma, decidí no dejar de dar señales de vida en ningún momento. Cada dos o tres horas, ponía algo en alguna red social. Creo que quien te quiere prefiere verte con mala cara a no verte en absoluto, así que, aunque no me apeteciera, intentaba grabar siempre vídeos. Llegó un momento en el que quise grabar un video más largo y, como Instagram, si quieres grabar algo mayor a 15 segundos del tirón, solo te da la opción del directo, así lo hice. Y, para mi sorpresa, mucha, mucha gente se conectó y me mandaron mensajes de ánimo en el momento. Eso fue lo más. Hice un par de directos más, uno antes y otro después del huracán y los vídeos me ayudaron muchísimo a relajarme, a echarme unas risas y a sentirme que estaba en contacto.

Así que puedo decir que tuve mucho, mucho apoyo español durante Irma. Mucha energía positiva de mi gente y de un montón de desconocidos que simpatizaron conmigo y me mandaban sus mejores deseos. A todos ellos, gracias de corazón.

En fin, este es el capítulo número cinco (y último) de esta interminable crónica de Irma que estoy compartiendo con vosotros. Y, además de ese gran apoyo psicológico, cinco son las cosas (materiales) españolas que me ayudaron a sobrellevar al huracán “Irma Soriano” con éxito.

Justo antes de que evacuaran mi edificio y los de seguridad nos abandonaran a nuestra suerte, me avisaron de que me había llegado un paquete de España. Qué ilusión más grande y, como dicen aquí, qué “perfect timing”. Mis padres me habían mandado, semanas antes, un paquete con Colacao, galletas, Atún Albo, Triskys, tortas de maíz con chocolate y un producto del mercadona para el alivio contra las picaduras de los mosquitos. Esto último ha sido fundamental porque, tras el huracán, los mosquitos me han comido viva. Tengo picaduras por todas partes, hasta en las manos. Los mosquitos siempre han sido mi peor enemigo en la temporada de lluvias, pero esta humedad que se ha quedado tras Irma los ha quintuplicado, están hambrientos y yo debo de ser dulcecita. Así que ya lo he estrenado (y el Colacao también. Y las galletas. Y el atún… bueno, todo).

Cuando mi casa se empezó a llenar de agua que se colaba por las ventanas, la fregona se convirtió en mi mejor amiga. Gasté mi última súper Vileda y la escurrí bien en mi cubo traído de Madrid. Recoger semejante cantidad de agua sin una buena fregona, habría sido imposible, y aquí mucha gente no tiene. O, si tienen, tienen unas fregonas guarreras de esas blancas con tiras finas que no absorben un carajo. Como la Vileda, no hay nada, señores.

Al día siguiente, cuando salió el sol tras el huracán, todos los vecinos que nos habíamos quedado en mi edificio teníamos varias decenas de toallas empapadas dentro de casa. Salí al balcón a tender las mías en la barandilla de mi terraza y me di cuenta de algo: era la única que tenía pinzas de la ropa. Como aquí nunca tendemos –de hecho, fue la primera vez que yo usaba mis pinzas-  por la humedad brutal y porque todo lo metemos en la secadora, aquí la gente tenía que hacer nudos en las toallas o simplemente ponerlas estiradas en el suelo.

Cuando me mudé a Miami y mi padre me acompañó en la mudanza, me insistió en que comprara una linterna. Yo pasé olímpicamente de él (“¡Pero papá, qué chorradas dices, si tengo linterna en el móvil!”), pero él, que a cabezota no le gana nadie, decidió traerme una linterna en su siguiente viaje. La linterna en cuestión se las traía, seguramente fuera comprada en el PRYCA en los años 70… Pero ahí se quedó, en mi caja de herramientas. Cuando estaba preparándome para el huracán y no conseguía encontrar ninguna linterna para comprarme, mi padre me recordó que tenía aquella. Apenas iluminaba, pero fue suficiente para aquella noche en la que sujetábamos el cristal. Lo que es curioso es que, justo después del huracán, fui a encender la linterna de nuevo y la batería –que aquí ya ni venden- había muerto para siempre. Muy heroica esta linterna española que cumplió su misión y murió en acto de servicio.

Y, por último, el producto estrella. Porque os recuerdo que llevamos 11 días sin aire acondicionado. Me lo dio mi abuela una tarde de esas en las que yo les visitaba en su piso de Madrid. De esto hará, por lo menos, siete u ocho años. Me dijo: “¿Y tú no tienes un abanico? Espérate que yo te doy uno”. Y me regaló un abanico de madera pintado a mano que yo he ido pasando de bolso a bolso durante años. Lo perdí durante una temporada, pero con la mudanza a Miami, reapareció. Y durante la última semana, ese abanico me ha acompañado todo el día, para envidia de mis vecinas.

El pasado Acción de Gracias, en Boston, conocí a Mizuki, un estudiante de intercambio japonés. Él me enseñó a escribir mi nombre con kanji, a hacer una rosa de origami y me regaló, entre otras cosillas, un abanico azul muy ligero, de madera y papel.

Así que, cuando mi vecina Carmen –la ancianita española a la que doy paella los domingos, y pinzas de la ropa el día anterior- me dijo que no podía más del calor (pobre, ahora imaginaos vivir esto teniendo unos ochenta años), le dije lo mismo que me había dicho a mí mi abuela: “¿Y tú no tienes un abanico? Espérate que yo te doy uno”.

Ella abrió el abanico de Mizuki, empezó a darse aire y, sonriendo, exclamó “¡Olé!”.

 

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