Capítulo 4 – Tras la tormenta

Cuando todo acabó, cuando el viento dejó de silbar, dio paso al mayor de los silencios. La ciudad sin luz, sin neveras que se estremecen, ni máquinas de aire acondicionado, ni demasiados coches en las calles aún, estaba más callada que nunca. El cielo amaneció despejado, como si nada hubiera pasado.

Me vestí corriendo para sacar a Pancho, que el pobre llevaba muchísimas horas aguantándose el pis sin pedir salir siquiera. Bajé, a falta de ascensores, por la escalera de emergencia. Y cuando abrí la puerta de la calle y vi el panorama, me eché a llorar.

El suelo que rodea mi edificio, el aparcamiento, estaba totalmente destruido. Como si hubiera caído una bomba allí. El cemento parecía que se había derretido y el suelo parecía un puzle tétrico, con las piezas amontonadas unas encima de otras. Dos árboles habían sido derribados, llevándose por delante el poste de la luz, y las ramas, gigantes, bloqueaban mi calle por completo. La calle era puro lodo resbaladizo. Mi perro, después de hacer el pis más largo del mundo, no tenía ninguna intención de investigar y tiraba del a correa para volver a casa, pero yo quise ver más y le obligué a seguir caminando. Vi cómo las señales de tráfico, los nombres de las calles, las papeleras y algunas farolas estaban tirados en el suelo. Pero lo peor eran los árboles. Todos los árboles, no importa el tamaño que tuvieran, estaban muertos y las raíces levantaban inmensos agujeros en el suelo. Me pegué un berrinche importante, la escena me sobrepasó. Subí a casa desencajada y, cuando cerré la puerta, me pareció que la desolación del huracán también había llegado al interior de nuestro apartamento, ya que todos nuestros muebles estaban corridos, había mil toallas mojadas en el suelo, la cama hinchable apoyada contra una pared, esa ventana rota, los cartones empapados, el cubo de agua sucia, ensaladeras rebosantes de agua en el suelo… todo estaba por medio, así que seguí llorando. No dejé de llorar hasta que recogí todo y mi casa volvió a parecer un lugar habitable.

Agotada, mientras mi marido se fue a comprobar que sus padres estaban bien (que sí lo estaban, afortunadamente su casa no sufrió daños) y a ayudarles a despejar su jardín de ramas, me dormí una hora en el sofá y puedo decir que esa hora fue lo mejor que me pasó en todo el fin de semana. Dormir, en silencio absoluto, fue lo que más necesitaba. Se me fue el dolor de cabeza y, aunque me desperté por el calor –no teníamos luz, por lo que tampoco teníamos aire acondicionado- al menos me sentí un poco más persona. Me di una ducha de agua fría a oscuras que, contra todo pronóstico, me sentó también muy bien.

Lo que yo no sabía era que, a partir de ese momento, comenzaba otra odisea que no era el huracán Irma, si no el post-huracán Irma. Estuvimos sin luz ni ascensores desde el sábado hasta el miércoles y hoy, una semana más tarde, nos han vuelto a dejar a oscuras desde por la mañana hasta quien sabe cuándo esta noche, por las múltiples goteras y daños que ha sufrido el edificio. A día de hoy, diez días más tarde, nosotros seguimos sin aire acondicionado (nuestra máquina se rompió por sobrecarga en la red al reconectar la luz del edificio), sin internet, sin cable y, por supuesto, sin aparcamiento en casa. No podemos beber agua del grifo porque está contaminada. La ventana sigue rota. Han salido hormigas por todas partes. 

En las calles no había semáforos y, si la gente de Miami conduce mal por regla general, esto, durante los primeros días, era la ciudad sin ley. Después, pusieron policías en los cruces más peligrosos y hasta al ejército en otros. Pusieron toque de queda, no se podía estar fuera de casa a partir de las 19h. para intentar proteger las casas y las tiendas de los ladrones que se aprovechan de las puertas rotas.

Los árboles caídos bloquearon el tránsito por varias calles y también hubo muchos coches que tuvieron que ser rescatados de aparcamientos subterráneos convertidos en peceras. En las zonas de la costa, hubo barcos que aparecieron varados en tierra. 

No trabajamos ni lunes ni martes ninguno de los dos. El miércoles, me cortaron el agua de nuevo en casa y tuve que ducharme en el gimnasio de mi oficina antes de volver al trabajo. Pero allí, al volver a vernos, todos nos abrazamos. Qué queréis que os diga, la cosa podría haber sido mucho peor.

El hecho de que el ojo del huracán se desviara un pelín hacia el oeste salvó a Miami. La destrucción en Naples, en la costa oeste, es mucho más catastrófica. Y del estado en el que quedaron los Cayos o las pequeñas islas del Caribe, donde miles de personas viven (o, mejor dicho, vivían) en autocaravanas o frágiles casas de madera, ya ni hablamos.

Esto no lo viví, pero sé que, durante los primeros días después de Irma, el tráfico de vuelta a Miami fue insoportable. Gasolineras fuera de servicio, atascos monumentales y mucha gente muy cansada y muy desesperada por ver si su vivienda había sufrido daños. Hubo gente que se enteró, de camino, que su casa había sido asaltada. La mayoría, si vivían en una casa con jardín, tuvieron mucho trabajo simplemente limpiándolo de ramas rotas. Pero Miami el martes ya no paraba: restaurantes que anunciaban que estaban abiertos, negocios que quitaban los tablones de sus puertas, empresas de jardinería surgiendo como setas, tráfico in crescendo.

“Wilma hizo más destrozo”. “Con Andrew no paró de llover en semanas”. “Suerte que recuperaste la luz en cuestión de días”. Los floridianos que han vivido huracanes previos, no se quejan. Hubo tiempos peores. Pero para esta española para la que Irma es el primero (y sospecho que no será el último), todo esto fue un poco traumático y, sobre todo, extenuante. Qué cansado es sobrevivir a un huracán, os lo digo.

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