Después de cuatro años

Esta semana se cumplirá mi cuarto aniversario en Miami. Y, con vuestro permiso, pienso ponerme un poco sentimental.

Desde que llegué, el 15 de octubre de 2013, he escrito un post cada año (en el blog anterior), valorando lo bueno y lo malo que tiene vivir aquí respecto a vivir en Madrid. El único año que no lo hice fue el año pasado, ya que estaba por aquel entonces demasiado ocupada tratando de reordenar mi vida como para ponerme a pensar en aniversarios y en chorradas.

Pero este año sí, este año he vuelto a acordarme del día que aterricé aquí, muerta de nervios. Recuerdo que le dije a todo el mundo que quería venir para abrir horizontes en mi carrera profesional, pero en realidad, el trabajo con el que llegué contratada me importaba un pito. No, no me vine por trabajo. Fue solo una excusa. De hecho, el trabajo era una mierda. Me vine porque quería salir de allí. Me dije a mi misma que quería abrir mi mente, conocer otra cultura, salir de mi zona de confort.

Mi vida en Madrid era bastante idílica, a decir verdad. Tenía una casa preciosa, estabilidad, dos perras adorables, un marido muy aparente, un trabajo donde me valoraban, buenos amigos, mi familia cerca, dinero para viajar. Lloré durante semanas antes de coger la maleta y embarcar. No quise hacer fiesta de despedida. Me sabía fatal que mi marido no me acompañara pero, aún así, me marché.

– Pero, ¿y por qué lo dejas todo?

– Pues no lo sé, la verdad.

– ¿Y hasta cuándo estarás fuera?

– Indefinidamente.

No os miento cuando os digo que no sabía por qué me iba de todo aquello tan bonito. Solo sé que me vine a construir un mundo nuevo y que eso me hacía ilusión. Y, aún así, me costó, porque, al principio, todas las piezas eran calcadas a las de mi mundo anterior. Me compré un sofá parecidísimo al de mi casa de Madrid. Decoré mi piso de la manera más idéntica posible a lo que tenía antes. Intenté seguir las mismas rutinas. Acomodé mi vida a los horarios de España para estar siempre en comunicación. Pero, poco a poco, las piezas fueron cambiando. Elegí dónde quería mi casa. Le empecé a coger el gustillo a cenar antes de tiempo. Dejé de pedir permiso, ni opinión, ni sugerencias a nadie. Compré cosas que me gustaban solo a mi. Decidí a qué dedicar mi tiempo libre. Cambié mis rutinas. Me corté el pelo. Abrí los ojos. Y, pasito a pasito, mi mundo comenzó a ser solo mio. Sin ataduras. Sin influencias. Y llegó un momento en el que supe por qué quise venirme y de lo que, en realidad, estaba huyendo.

Cuando era pequeñita me obsesioné con una película española de Antonio Mercero, «Tobi». Trataba sobre un niño al que le crecían alas en la espalda y se convertía en una especie de mezcla entre conejillo de indias para la ciencia y objeto de feria. Un día, Tobi ve una bandada de pájaros en el cielo, se sube a la torre del Parque de atracciones de Madrid, trepa a la barandilla y salta, echando a volar.

Tobi no se rebeló primero a quienes le explotaban, ni intentó cambiar las cosas en casa. Solo era un niño sin voz ni voto. Así que se fue. Y creo que, como Tobi, eso hice yo también. Me fui, eché a volar. No supe hacer otra cosa.

Antonio Mercero nunca nos contó si Tobi fue más feliz entre los pájaros que entre los humanos. Pero os aseguro que yo, a pesar de todas las dificultades a las que me he enfrentado durante los últimos años, ahora soy infinitamente más feliz. Lo importante no es irse, es encontrarse. Y, una vez que te encuentras, sientes que ya podrías vivir en cualquier sitio. Llámalo Miami, llámalo Madrid, llámalo Macondo. El lugar da lo mismo. Lo importante son las personas. Y las alas, no nos olvidemos de que todos tenemos alas.

Besos mil.

Belén

 

 

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