Capítulo 3 – 28 horas

Irma llegó en la madrugada del sábado, aunque a mi el ruido del viento contra los cristales me despertó a medianoche y me tuvo en vela desde entonces. A partir de ese momento, comenzó la jaqueca más grande que he tenido en mi vida. El ruido era insoportable. A veces lo definiría como una lavadora gigante centrifugando sobre mi cabeza. Otras, como estar dentro de un tren que atraviesa un túnel con las ventanas abiertas. La verdad es que no sé cómo describirlo. Para mí, que me suele irritar especialmente el ulular del viento (jamás conduzco con una ventanilla abierta ni dejo que silbe el viento haciendo corriente por una ventana), aquello fue un infierno.

Adam aún dormía, tranquilo. Yo, sin embargo, empecé a entrar en pánico pronto. A cada golpe de viento, en mi cabeza visualizaba perfectamente el cristal estallando en mil pedazos, y esos pedazos clavándose en nuestros cuerpos. “Tranquila, que aún no es tan fuerte” me decía a mí misma. Pero el viento iba subiendo de intensidad según pasaban las horas. Asomada a la ventana, veía como las palmeras resistían como podían. La frágil verja de obra que tenía la casa que están construyendo frente a nuestro edificio, ya se había perdido. El agua de la bahía estaba más brava que nunca.

A las cinco de la mañana ya mi ir y venir por la casa era frenético. Del quicio de la puerta al baño, del baño al armario, del armario al salón, del salón a la cama, de la cama a la cocina, de la cocina al baño de nuevo. No sabía dónde meterme. Durante las alertas por tornado, que empezaron a ser constantes, nos salimos al descansillo de casa, frente a los ascensores. Allí, sentados en el suelo, a oscuras, con nuestro perro y algunas vecinas, pasábamos el rato. Yo seguía con mi dolor de cabeza. Me tomé un paracetamol, pero como si no me hubiera tomado nada.

A mediodía, comenzó a entrar agua en el apartamento, a borbotones, por las ventanas. El agua se colaba por todos los resquicios. En el caso de la puerta de la terraza, aunque estaba protegida por el cierre metálico, el agua entraba a presión con fuerza por las esquinas, como si fueran agujeros en una manguera. Nos repartimos el trabajo y sacamos toallas. Primero, todas las toallas de la playa. Después, todas las toallas del baño. Después, todos los trapos de cocina. Más tarde, incluso la sábana que habíamos puesto en el colchón hinchable –el cual tuvimos que levantar y apoyar contra una pared para que no se empapara- fue utilizada para intentar bloquear el agua. No había manera de parar aquello. Vacié cuatro cubos de la fregona. Salvo por un respiro de unas tres horas, aquella inundación se prolongó desde el mediodía hasta el atardecer. Lo de que entrara el agua era algo totalmente inesperado, viviendo en un piso 14, así que en aquel momento pensé que aquello fue lo peor que podía pasar. Pero no, lo peor ocurrió a las 19h cuando, estando en el dormitorio achicando agua los dos, oímos un “crac”. 

Cuando nos asomamos al salón, vimos que el ruido lo había hecho el marco de aluminio de nuestra ventana al romperse.  La esquina superior derecha se había salido de su carril y el viento, furioso, levantaba el estor hasta el techo. Corrimos a sujetar la ventana y cerrarla entre los dos. Pasamos una media hora los dos allí, de pie, con los brazos extendidos, sujetando el cristal. En un momento en el que el viento aminoró una pizca, Adam consiguió encajar mínimamente la ventana de nuevo, aunque no podía encarrilarse bien del todo porque había una pieza rota colgando por el exterior. Como no nos fiábamos de que el viento no pudiera volver a empujar el cristal y quién sabe si con peores consecuencias, decidimos hacer turnos. Empecé yo, sujetando de pie el cristal de siete y media a ocho y media. Pasé, de querer estar lo más lejos posible de las ventanas, a apoyar todo mi cuerpo contra ellas, literalmente. La posición, con los brazos en alto, a la altura de la cabeza, te forzaba a mirar lo que ocurría fuera. El viento y, sobre todo, el agua de la bahía llevándoselo todo. Las olas lamían el suelo de nuestro aparcamiento y se iban llevando trozos.

Durante la siguiente hora lo sujetó Adam, mientras yo aproveché a cenar algo. De nueve y media a diez y media, volví al cristal. De diez y media a once y media, lo hizo Adam. De once y media a doce y media, lo sujeté yo. No teníamos luz, solo una vela y una pequeña linterna. No queríamos usar los móviles porque ya no los podríamos recargar. Solo usamos un iPad para poner las alarmas del intercambio de turnos. De once y media a doce y media, sujeté la ventana yo mirando a la oscuridad de fuera y viendo los relámpagos más extraños que jamás he visto. Eran como auroras boreales de color verde. También vimos varias explosiones a lo lejos, al parecer hubo edificios que sufrieron detonaciones por el agua en contacto con la electricidad.

Mientras yo dormía una hora, Adam sujetó de doce y media a una y media. Volví al cristal a la una y media para que pudiera descansar él. Después de su turno de las dos y media hasta las tres y media de la mañana, decidimos que el viento ya no era tan fuerte –Irma se estaba yendo ya- y que la ventana podría sujetarse ya sólo con cinta adhesiva. Pusimos toda la que pudimos, aprovechando que ya no llovía y volvía a pegar. Yo no pude irme a la cama, me quedé en el sofá mirando la ventana, vigilándola, no volviese a oír un segundo “crac”.

Qué terror. Lo curioso es que el miedo que pasé  imaginándome los cristales cortándonos al explotar la ventana fue previo al verdadero peligro de la ventana. Cuando tuve que sujetarla, ya no tenía miedo, más bien era resignación. Y agotamiento. Pero no miedo. Ni siquiera hicimos caso de las alertas por tornado ya. Total, no podíamos irnos al baño, ni al armario, ni al descansillo con las vecinas. Solo teníamos que seguir sujetando la ventana para que no entrara el aire y se llevara todas nuestras cosas. Protegimos nuestro hogar como mejor supimos. Qué remedio.

Esta pesadilla llamada Irma duró 28 horas, desde la medianoche del sábado hasta las 4 de la mañana del domingo. Muchos me preguntabais, durante los días previos, cuánto duraría el huracán. Ahora ya lo sabéis. Antes de que se fuera la luz, vi que decían en las noticias que los vientos más fuertes durarían 14 horas, pero  yo no fui capaz de diferenciar cuándo estábamos en lo peor de cuándo estaba empezando. El ruido era el mismo. Perdí todo sentido del tiempo, ya no sabía qué día de la semana era, ni qué hora era, ni qué día era el día siguiente. Solo sé que fueron muchas horas seguidas, grises o a oscuras, con ese ruido del viento metido en la cabeza. Y que tuvimos que sujetar esa ventana durante las últimas ocho. A mi ya me parecía que llevábamos allí toda la vida. 

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