Hablemos un poco de Arpaio.

Recuerdo perfectamente que conocí al Sheriff Arpaio en 2010, tres años antes de venirme a vivir a Miami. Obviamente, no en persona, sino a través de un documental que Jon Sistiaga hizo sobre la inmigración ilegal en Estados Unidos, cruzando la frontera de México con Arizona.

Aquel individuo, conocido como «el sheriff más duro del mundo» era el mismo demonio. Cuando los periodistas quisieron denunciar las condiciones infrahumanas en las que este hombre tenía a sus presos en la cárcel de Phoenix, viviendo en tiendas de campaña y vistiendo pijamas y ropa interior rosas con la intención de humillarles, gritó a la cámara: «¡Mi cárcel no es el Hilton!». 

No, definitivamente no lo era. De hecho, ha sido el único lugar descrito como «campo de concentración» después de que los verdaderos campos de concentración de la II Guerra Mundial existieran. Él mismo lo definía así, alegando -maquiavélico- que el fin siempre justifica los medios.  Su causa, la batalla contra la inmigración ilegal mexicana y las drogas. Sus medios, todos. Como Sheriff del condado de Maricopa, Arizona, tenía poder total sobre aquellos pobres que cayeran en sus manos, ya que fue elegido por su pueblo, una y otra vez, durante 24 años, siempre democráticamente.

Lo primero que hizo cuando llegó al poder fue construir esta cárcel de tiendas de campaña anexa a la verdadera cárcel del condado, a la que llamó Tent City. En Tent City no había reducciones de condena por buen comportamiento; la comida, muchas veces podrida, salía de los contenedores de basura en vez de verdaderas cocinas y los derechos de los presos eran inexistentes. El calor que hacía allí era tal que, en verano, los zapatos de los presos se derretían, literalmente. Arpaio, ante las quejas por los más de 40 grados en verano, respondía que más calor hacía en Irak y nadie se quejaba. Amnistía Internacional denunció a mediados de los noventa ya que las condiciones humanas de esa cárcel eran nulas. 

El porcentaje de suicidio en esta cárcel fue, durante años, hasta cuatro veces más alto que la media nacional. Otros presos, directamente, nunca tuvieron «causa de muerte», simplemente desaparecían de allí metidos en bolsas. Hubo casos terribles de crueldad, como el de la presidiaria diabética que fue dejada morir sin medicación, o la del preso parapléjico que pidió un catéter para poder orinar y se lo dejaron durante seis horas puesto. Al pedir que por favor se lo quitaran, le ataron con tanta fuerza a una silla que le rompieron el cuello. Las mujeres eran obligadas a dormir sobre su propia sangre menstrual. Y un largo etcétera de torturas.

Encantado con su fama de ser «el más duro del Oeste», Arpaio alardeaba de ser inflexible.  «Si no quieres cumplir la condena, no cometas el crimen», decía. Sin embargo, esta inflexibilidad era solo respecto a los inmigrantes ilegales y los poseedores o traficantes de drogas. En un periodo de 3 años, Arpaio no investigó adecuadamente hasta 400 casos de abusos sexuales que cayeron en sus manos. Para él, eran crímenes menores resueltos frecuentemente con un «la víctima miente». Las víctimas, a menudo, eran menores. Y posteriormente, el ADN demostró que no mentían.

Lo peor de todo es que Arpaio nunca fue acusado ni juzgado por ninguna de estas violaciones a los derechos humanos. Arpaio, al más puro estilo Al Capone, que terminó en la cárcel por evasión de impuestos, solo fue finalmente condenado ante la justicia por «desobediencia». Digamos que se abrieron varias investigaciones sobre su tendencia a violar derechos humanos y de tratar de forma discriminatoria a los latinoamericanos y, en vez de condenarle por ello,  le dijeron algo así como «Venga, Joe, pórtate bien y, desde ahora, no hagas más redadas en barrios latinos sin venir a cuento». Y Joe, que por aquel entonces ya tenía más de 70 años, se pasó las advertencias judiciales por el forro. 

Arpaio, además de ser un animal (con perdón para los animales, ya que éstos son mil veces mejores que Arpaio) también, a lo largo de los años, hizo amigos y enemigos. Conocido más que de sobra por su profundo racismo, se implicó tanto en aquella búsqueda del certificado de nacimiento de Obama (ya que estaba convencido, como muchos, que el recién elegido presidente no era nacido en territorio estadounidense y, por tanto, no era legítimo), que mandó a un equipo desde su condado hasta Hawaii para profundizar en el tema. Esto le llevó a tener algo (más) en común con Donald J. Trump y, cuando éste decidió presentarse a las elecciones, contó con el apoyo incondicional del legendario Sheriff.

Finalmente, en 2017, tras muchas idas y venidas con la Justicia, se declaró culpable de desobediencia al Tribunal. Total, ya es un octagenario y mucho mal no le pueden causar. Y el final de esta historia ya la sabéis, porque por eso Joe Arpaio ha sido noticia durante estas últimas semanas: Trump que, como Presidente de Estados Unidos, tiene poder para perdonar a cualquier preso que quiera, perdonó a Joe Arpaio antes incluso de que saliera su sentencia.

El Tweet decía, literalmente: «Tengo el honor de informar que acabo de conceder el indulto total al Sheriff Joe Arpaio, un patriota americano de 85 años de edad. ¡Él mantuvo Arizona segura!

¿Segura para quién?

Cada vez que pienso en esto, me dan escalofríos. No por Arpaio, que es un viejo y pronto morirá, espero que aquejado de múltiples dolencias naturales. Pero ¿qué me decís de toda la gente que trabajó para él y, muy gratamente, le hacía el trabajo sucio? ¿Y toda la población de Arizona que le votó, cada cuatro años, religiosamente, a lo largo de toda su vida política, sabiendo lo que se cocía? Miles de personas. Esos, esos son los que dan más miedo.

Un beso a todos,

Belén

 

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