Capítulo 2 – La risa y el miedo
Me considero una persona con un gran sentido del humor. Todo tiene un lado gracioso. Por eso llamé al huracán Irma Soriano, por ejemplo. Sin embargo, para el jueves mi sentido del humor se había esfumado por completo. O, lo que es peor, me subí a una montaña rusa emocional por la cual pasaba de la risa al llanto en cuestión de segundos y yo podía hacer los comentarios que quisiera pero me ponían de los nervios los comentarios de los demás. Perdonadme amigos españoles, pero os odié a todos los que me escribisteis mensajes de “Halaaaaaaa, qué miedo, ¿no? ¡Oye, que va para allá un huracán! ¡Cuidadito! ¿Quién te manda salir de España? ¡Yo me cago viva! ¿Qué tal llevas el huracán? ¿Pero por qué no sales de ahí? ¿Te mando la piragua? ¡Tranquila que fijo que es solo un airecito!”. Siento deciros que todas, todas las frases quitándole hierro al asunto o dándome ánimos con humor cayeron en saco roto. No os culpo, sé que yo habría hecho lo mismo. Pero cuando estás cagada de miedo, lo último que quieres recibir es un mensaje que diga “¡¡¡ay qué horror, Belén!!!” desde el otro lado del charco, no sé si me explico.
Aún así, mi sentido del humor iba y venía. Lo mismo me echaba a llorar que hacía bromas. El viernes, cuando fui a Walmart y me lo encontré prácticamente vacío, mi angustia por no poder comprar una linterna, velas, agua o cualquier cosa que remotamente pudiera ayudarnos en caso de tragedia, se intercalaba con mi habitual alucinación por americanadas, cosas y gente extraña que se suelen ver allí. Vi, en el pasillo dedicado a los disfraces de Halloween (porque, desde agosto, ya estamos con el tema de Halloween en los supermercados y, en algunas grandes superficies, ya venden árboles de Navidad… pero ese es otro tema) una cabeza gigante de T- Rex y no pude resistir el impulso de ponérmela y grabarme en video diciendo “¡Irma, te vas a cagarrrrrr!”. Cuando dejé de grabar y me la quité, había dos señoras en el pasillo mirándome muertas de la risa. Pero, minutos más tarde, me echaría a llorar cuando mi marido me escribió por mensaje que estaban desalojando nuestro edificio. Todas las cosas que había comprado no valían para nada, ya que era probable que terminásemos en un refugio… la sensación de no tener adónde ir, de pensar que mi casa puede dejar de ser mi casa y la incertidumbre –qué es un refugio exactamente, dónde dormiremos, cuántos seremos, será seguro, quién dormirá a nuestro lado, mi perro estará bien, nos quitarán la luz allí también, cómo me ducho allí- de no tener ni la más remota idea de cómo es el lugar al que se supone que tienes que ir, me invadió de pánico puro y duro.
Se acabaron las bromas. La cosa no tenía ni pizca de gracia. Ni siquiera sabía qué maletas hacer en casa. Cuando llegó mi marido, después de ayudar a mis suegros a poner protecciones en sus ventanas, me tranquilizó: “Parece que Irma se desvía un poco al oeste y no nos dará de pleno”. Así que decidimos que, a no ser que mis suegros decidiesen ir a un refugio (porque no íbamos a dejar que fueran solos a un sitio así), no nos moveríamos de casa.
Vivir en un sitio desalojado tiene muchas desventajas. La primera, que al no obedecer la orden de evacuación obligatoria, estás renunciando a tu derecho a ser rescatado. Si, durante el huracán, necesitaras un médico o un bombero, no cuentes con que ellos vayan a ir hasta allí a por ti. Esa advertencia añadió tres cucharadas más de terror a mi estado de ánimo. ¿Y si, durante la tormenta, se nos rompe una ventana y necesitamos asistencia médica? Hice un botiquín de emergencia con betadine, agua oxigenada y vendas, por si acaso. La segunda desventaja es que nos dijeron que apagarían el edificio con antelación al huracán. Es decir, que en vez de cortarnos la luz a causa del huracán, la cortarían, junto con el agua, el día anterior a la tormenta. Me puse a llenar todos los contenedores, cubos, barreños, tuppers, jarras, etc. que vi por casa con agua potable y los fui poniendo en la nevera. A falta de hielo –agotado totalmente- hice bolsitas de plástico rellenas de agua que metí por todas partes en mi congelador para proteger la comida de dentro. Recargamos todos los aparatos eléctricos de la casa: tres portátiles, dos iPad, los teléfonos, dos cargadores extra de los teléfonos, el libro electrónico, todo. La tercera desventaja es que, si el edificio está en zona de evacuación obligatoria es porque es peligroso, así que nos blindamos como pudimos. Precintamos todas las ventanas de arriba abajo. Pusimos cartones de protección en la puerta del balcón. Escondimos los televisores, la wii y la CPU en el armario. Solo dejamos en el salón, conectada a modo de televisor, la pequeña pantalla del ordenador. Los jarrones, los espejos y las lámparas, en el baño. Inflamos un colchón hinchable que situamos en la zona más protegida del salón. Hice una carpeta con los papeles importantes –pasaportes, contratos, seguros, etc.- y la metí en una bolsa de plástico precintada.
Mi casa, el día anterior al huracán, parecía que había sido saqueada. Todo estaba fuera de sitio. No sabía muy bien para qué nos estábamos preparando pero me daba la sensación de que, cuantas menos cosas hubiera cercanas a las ventanas, mejor.
Pero, una vez que estábamos preparados para lo que viniera, el sentido del humor volvió. Fue inevitable, ya nada más podíamos hacer. Además, supimos que varios vecinos de nuestra misma planta también se quedaban en el edificio. Así que el viernes por la tarde, Adam y yo bromeábamos con los carteles que pusieron en el ascensor: uno de ellos rogaba a los vecinos que no abrieran las ventanas durante el huracán y otro decía que la piscina estaría cerrada durante el mismo y que te bañases bajo tu responsabilidad (los podéis ver en mi instagram @alo_miami ). Todo muy normal. Abrimos la botella de Venerable que yo llevaba años guardando para una ocasión especial, echamos un polvo que clasificamos como Irma (es decir, “de categoría cinco”) y nos echamos unas risas.
Reírse relaja. Un poquito.