Capítulo 1 – Que viene Irma
“¡Ya puedes decir que eres de Florida!” me dicen los yanquis con una sonrisa esta semana. La semana pasada, la frase estrella era “Ah, ¿pero que es tu primer huracán?”. Como si los huracanes ocurrieran todos los días, no te digo. Pues claro que es mi primer huracán chispas. Y ni siquiera puedo hacer la coña de lo de “Chispas” en inglés. Una frustración muy grande la mía.
El huracán con el nombre más inofensivo del mundo, el huracán Irma Soriano (porque no hay otra Irma para mí), dijo que venía y vino.
Dicen que lo mejor de los huracanes es que sabes que vienen, aunque no sé yo si eso es lo mejor o lo peor. Primero, porque las estimaciones nunca son definitivas, hay varios modelos (al parecer el modelo americano y el europeo son los mejores, pero hay muchos más y cada uno dibuja la línea como le parece) y la velocidad de la tormenta puede variar si está sobre el mar o si toca tierra. Segundo, porque eso de “que viene un huracán” es, literalmente, lo mismo que decir “que viene el coco”. La amenaza de la tormenta más grande surgida en el Atlántico, un huracán que va subiendo de categoría por momentos: un día es categoría cuatro, al día siguiente categoría cinco y, al otro, nos dicen que los expertos están pensando en crear una categoría seis sólo para definirlo, de lo gordo que es, y esa cosa viene hacia ti. Es como si te dicen que un día de estos vendrá un psicópata asesino a hacer una visita a tu barrio. Puede que llame a tu puerta o puede que no, pero el acojone te lo llevas fijo.
Todo empezó el martes. Ya se sospechaba que Irma venía en nuestra dirección, aunque aún esperábamos que se hiciera más débil y que terminara sus días igual que los empezó, en mitad del océano. La psicosis, por si acaso, comenzó a llenar los supermercados. Por la tarde, ya no quedaba ni agua, ni pan en el supermercado. El miércoles vi cómo la gente se gritaba por una botella de agua y las estaciones de servicio comenzaron a quedarse sin gasolina. El jueves, Walmart ya estaba en las últimas. El viernes, las colas para echar gasolina podían llegar a ser de más de dos horas. Medio Florida se estaba aprovisionando de víveres como para resistir un mes sin agua, ni electricidad ni comunicaciones, ya que eso es lo que pasó cuando Andrew destruyó el sur de Miami. Los que nos quedamos, además, hicimos lo posible por blindarnos. Se agotaron las maderas, la cinta americana, las cuerdas, los generadores eléctricos, las baterías extra de los móviles, las linternas.
La otra mitad de la población, principalmente familias con niños, directamente huyeron. Carretera y manta, pero todos hacia el mismo sitio, claro: hacia arriba. Millones de personas quisieron salir del estado entre el jueves y el sábado y los atascos fueron épicos. Los hoteles de la ruta hacia Atlanta se llenaron y las gasolineras se agotaron. Aproximadamente, salir de Florida son unas 8 horas de coche. Ese mismo trayecto, la gente lo hizo en más de 20.
Los más listos, los previsores o los que no tuvieron reparo en pagar el sobreprecio de los billetes, salieron volando. Volar a Madrid el viernes costaba 2.800 dólares. Volar a otro estado no era tanto, pero sí más del doble o triple de lo habitual y las plazas, aún así, se agotaron el miércoles por la noche. El jueves a las 8am buscaba yo vuelos adonde fuera –Dallas, Atlanta, NY, Boston, Washington DC, Chicago, Denver…- y no fui capaz de encontrar plazas libres en ninguno.
La sensación de estar atrapada es angustiosa, pero el miedo al embotellamiento y pánico colectivo en las carreteras me angustiaba más, así que nosotros, a falta de vuelos, el jueves tomamos la decisión de quedarnos en Miami y aguantar lo que fuera.
Y que fuera lo que Irma Soriano quisiera.