Gente con historia
Por circunstancias de la vida, en los últimos tres meses he hecho dos cosas que pensé que jamás haría. La primera, fue alquilar el dormitorio de invitados en mi casa por Airbnb. La segunda, vender prácticamente todas mis pertenencias a través de internet. Ambas me ayudaron mucho. Ahora os cuento por qué.
El dormitorio, decidí alquilarlo para sacar dinero. No vivía en una zona turística pero, al parecer, el barrio tenía su demanda, al estar cerca del aeropuerto y de varias empresas. Lo puse a $50 la noche y, desde septiembre hasta Navidad, tuve 5 inquilinos diferentes.
A la primera, decidí entrevistarla antes de meterla en casa, porque me daba miedo. Era una chica venezolana de mi misma edad, a quien llamaremos Elisa, que había venido a Miami desde Venezuela a comprar un apartamento en Miami a modo de inversión. Según la vi en el Starbucks, supe que era un encanto. ¡Ella estaba más nerviosa que yo! Se quedó conmigo 3 semanas y, en ese tiempo, nos hicimos amigas. Yo, en ese momento, pasaba por un momento de mucha incertidumbre y angustia, y le compartí todas mis penas. Ella, también con sus problemas -estaba separada de su marido pero, por criar a su hijo juntos, había aceptado que siguieran viviendo todos en la misma casa-, me fue contando, día a día, los pormenores de su inversión y de sus planes de futuro. Y, así, ahora sé cómo comprar una casa aquí, qué es un «foreclosure», qué te piden para darte una hipoteca en el banco, qué impuestos hay que pagar y cuáles te evitas si es tu primera vivienda y cuánto se tarda en poder poner en alquiler un piso después de comprarlo. Cuando se fue, la casa se notaba vacía. Ya no se oían sus culebrones mexicanos en la tele. Ni olía a arepas con queso.
Pero, días más tarde, vino mi segundo inquilino: Jorge con su novia. Él venía de Los Angeles y ella, de Londres. Él la esperó en «Llegadas» con una rosa en la mano. Lo suyo era un amor a distancia. Pasaron una semana en casa, él le hizo el desayuno todos los días y la casa olía todo el tiempo a bacon y huevos. Ella cogió colorcillo cangrejo en la playa. Él había sido actor y bailarín en Broadway hasta hace muy poco, actuando en West Side Story, y ahora probaba suerte en Los Angeles. Su madre era una celebridad en Venezuela. Su hermano, un cantante famoso en Miami. Su padre, bailarín en El Circo del Sol en las Vegas. Toda la familia pasó por casa, ya que tenían reunión familiar en Miami por el cumpleaños de Jorge. Cuando se fueron, se dejaron los globos y unos cuantos helados. Y la casa se volvió a quedar muda.
No tardó mucho en llegar Mary, desde Puerto Rico, para llenarla y desordenarla a su antojo. Con sus veinte años recién cumplidos, venía a Miami a visitar a dos amigos que se habían mudado para estudiar y trabajar aquí desde la isla. Conocí a ambos y estuvimos hablando durante horas la primera noche. Terminé con sobredosis de información turística sobre cuándo visitar Puerto Rico, dónde alojarme, qué ver, qué merece más la pena…
Después, llegaron Sarah y Susana, desde Boston. Ellas eran una pareja gay que rondaba el medio siglo. Sarah me preguntó, antes de llegar, si podía enviarle fotos de mi gimnasio. La primera noche, se compraron una botella de vino blanco y me preguntaron dónde podrían reciclar. «En Miami, la cosa está difícil, chicas», les dije, para su disgusto. Sarah era americana y trabajaba en la Unidad de Desarrollo Infantil de Harvard, y Susana era, casualmente, de Madrid, y creo que profesora, porque estuvo corrigiendo exámenes a destajo en mi terraza. La verdad es que a ellas apenas las vi, no pasaron mucho por casa y dejaron todo impoluto.
Luego, llegó -casi por sorpresa- Thomas. Me escribió una tarde pidiéndome si ese mismo día podía dormir en casa un par de noches, ya que estaba teniendo problemas con el apartamento en el que se alojaba. Thomas es inglés pero vive desde hace años en Canadá, y es informático. Viene a Miami una vez al mes, por trabajo, y está más que acostumbrado a estar en casas ajenas. Compró un montón de verduras y, a las 7 de la mañana del día siguiente, se puso a cocinar antes de irse al trabajo. Me dejó la nevera llena de comida cuando se fue: espárragos, boniatos, zanahorias… hasta una bolsa de gambas congeladas gigantescas, que en seguida me comí.
Y, por último, volvió Elisa, desde Venezuela, esta vez con su hijo Alberto, a pasar otro mes en Miami. Le entregaban la casa y tenía que terminar de cerrar temas con el banco y dejarla alquilada antes de Navidad. Y mi apartamento no sólo volvió a oler a arepa, también aparecieron varias cajas de cereales de colores en mi despensa, mi salón se llenó de productos de primera necesidad para enviar en cajas a Venezuela y mi televisor fue conectado a una Play Station y convertido en una máquina de matar zombies. Me trajeron bombones de chocolate de Venezuela y hasta se quedaron con Pancho durante los días que yo fui a Boston por Acción de Gracias. Alberto, quien -con 7 años- no puede jugar libremente en Caracas por falta de seguridad, daba vueltas como un loco al lago de mi urbanización, disfrutando del aire libre con mi perro.
Desde la primera vez que vino Elisa hasta que se fue el 22 de Diciembre de su segunda visita, los muebles de mi casa fueron desapareciendo. Tuve que vender muchos ya que me mudaba a una casa que ya estaba más que amueblada. Algunas cosillas fueron a parar a la casa nueva pero la verdad es que aproveché para desintoxicarme de mis viejas pertenencias y, así, la mayoría fueron vendidas a distintas personas a través de internet. Afortunadamente, mis inquilinos lo comprendieron y aceptaron que cada vez hubiera menos objetos decorativos en el cuarto que ocupaban, hasta el punto que Elisa llegó a estar la última noche sólo con la cama pelada, tipo habitación monacal.
Hubo mucha gente que decía que venía y luego no aparecían, y me hicieron perder el tiempo, pero conocí a otras personas que me ayudaron y fueron tremendamente amables. Entre los personajes que se llevaron mis cosas, podemos mencionar a Alfonso, un español que se llevó mis lámparas, cuyo coche parecía el de Manolo el del Bombo: no cabía ni una bandera española más. O Jonathan, ganador de «Gran Hermano» de Ecuador (en serio), que me contó que allí era una estrella de TV -me envió su video de YouTube para demostrarlo- pero que aquí era monitor de kick boxing.
Como veréis, cada persona con la que me he topado me ha aportado algo, y no me refiero sólo al dinero. Y ahora ya no tengo muebles que vender ni habitación extra para alquilar, pero os aseguro que echo de menos compartir mi casa con extraños y desprenderme de mis cosas. Una se libera cuando ve que algo que le ha gustado mucho durante un tiempo se lo lleva otra persona a quien también le gusta. Y te alegras, de corazón, por ellos. Y, en vez de sentir un vacío, sientes una liberación.
Todas las personas que pasaron por mi casa, que durmieron bajo mi mismo techo y tuvieron llave para entrar a su antojo en mi ausencia, fueron buena gente. Todos. Todos me dejaron notas de agradecimiento, me dieron conversación, me ofrecieron consejos, me ayudaron con mis cosas, cuidaron todo lo que tocaron, mantuvieron la casa limpia y sólo me dejaron buenos deseos. Incluso prácticamente todos sacaron a mi perro de paseo si veían que yo tardaba. Diréis que he sido afortunada, pero esto es Miami, que no una ciudad que se caracterice por su seguridad, y las personas que pasaron por mi casa suman seis nacionalidades distintas. No os digo que no haya gente que no haya tenido malas experiencias, que seguro que las hay, pero yo tuve suerte, ojo o llamadlo como queráis, pero se veía a la legua que las personas que solicitaban quedarse conmigo, eran seres humanos normales y corrientes. O no tan corrientes. Y te das cuenta de que cada uno tiene sus rarezas, su pasado, sus sueños, sus incertidumbres.
En los últimos años, cada vez más gente me ha pedido que escriba mi historia, ya que da para un novelón. Lo haré, lo estoy haciendo, porque creo que ahora es el momento y porque me apetece. Pero no es cierto que yo tenga una historia más interesante que ningún otro ser vivo. La vida de todas las personas con las que he tenido contacto, dan para una buena novela. Sólo hay que abrirles la puerta de tu casa e invitarles a entrar.
Os deseo un feliz 2017 lleno de historias. No sólo pensemos en las que nos ocurren a nosotros. Ni nos quedemos en el conocimiento superficial de las cosas que les ocurren a los demás. Toda historia tiene un porqué, una toma de decisión y una personalidad única detrás. Y, si en vez de quedarnos en leer sólo los titulares de quienes conocemos, profundizamos un poco más allá, veréis que hay un abismo entre cotillear la vida de los otros y querer conocerles de verdad.
Besos,
Belén
PD. – (Los nombres de mis inquilinos no son los verdaderos. Pero sus historias, sí)