«Oh, Christmas Tree»
Estaba yo toda triste pensando que este año será el primero que no podré volar a España por Navidades (adiós bandeja del turrón y mantecados, adiós cochinillo de mi madre en Nochebuena, adiós uvas en Nochevieja, adiós chocolate con churros en Año Nuevo, adiós Cabalgata…), hasta que mi recién estrenada «yankisuegra», que es un sol, se ofreció a comprarnos nuestro primer árbol de Navidad para ponerlo en casa. Di saltos de alegría y todo.
Así que, este fin de semana, fuimos a uno de esos lugares que florecen por Miami durante estas fechas como si fueran setas en otoño por el Alto Tajo. Son solares que normalmente no tienen nada, espacios que pasan desapercibidos entre edificio y edificio pero que, en Noviembre, se llenan de carpas rojas y blancas, como si fueran circos, y letreros que dicen «OH XMAS TREE» con lucecitas de colores. Yo nunca había ido a ningún sitio de estos porque este año es la primera vez que decoro de Navidad la casa miameña, pero vendrían a ser viveros navideños temporales donde sólo te venden abetos y, como mucho, poinsetias.
Es la primera vez en mi vida que tengo un árbol muerto. Recuerdo que, cuando éramos pequeñas mi hermana y yo, mis padres solían comprar un pino, pero con su maceta y todo, y, si era lo suficientemente fuerte como para sobrevivir 20 días al calor del radiador del salón sin morir del sofoco, lo llevábamos a nuestra casa de la sierra y lo plantábamos en el jardín. Si no recuerdo mal, el año pasado mis padres tuvieron que talar uno de los pinos -después de casi 30 años- porque se puso malo, y fue un disgusto, porque daba una sombra estupenda. Después, en mi vida adulta, siempre he tenido árbol de plástico de los que guardas, rama a rama, en el trastero. Nosotros somos gente a quien no le gusta tirar nada, todo se recicla: mi padre fue un pionero hace años, cuando se empeñó en reconvertir las cajas de vino vacías en estanterías para libros, y mejor no os cuento todas las cosas que ha traído a casa «en perfecto estado» (discutible) para darles una segunda vida en nuestro hogar, como si fueran gatitos abandonados.
Aquí, sin embargo, nadie te vende un árbol «reciclable». Todos están muertos y remuertos, por lo que me daba cierta cosilla. Hasta que descubrí que en Florida existen las granjas de abetos navideños: plantaciones privadas de árboles de Navidad que suministran árboles a todo el estado. Es decir, que comprar un árbol muerto aquí no significa dejar un hueco en un monte. Más bien es como cuando compras un tomate, o una rodaja de salmón de piscifactoría. Según la «Asociación de Árboles de Navidad de Florida», en Estados Unidos, cada año, se venden 30 millones de árboles por Navidad, para lo que se plantan -cada primavera- 85 millones de árboles en plantaciones en todos los estados y en Canadá. Sólo en Florida, hay una veintena de estas granjas de árboles de Navidad, que surten a todos estos puestos navideños. Podríamos decir que el negocio de los árboles recién cortados en Estados Unidos es equiparable al de las patas de jamón serrano en España por estas fechas.
Ya sabiendo esto, no me sentí tan mal, aunque me sigue dando pena el pobre árbol, pero también me dan pena los corderillos y bien rico que está el lechal. Así que allá que fuimos, a elegir arbolito. Para mi, eran todos iguales, aunque los había de distintas alturas y calidades. Desde el pobre árbol con una rama pocha que no quiere nadie, al súper abeto de 3 metros que sólo te cabe si tienes una mansión. La chica que atendía nos dijo que los árboles «sólo tenían 2 días» y mandó a uno de los chicos que había por allí que «desenvolviera» uno de ellos. El muchacho procedió a quitarle la redecilla que lo aplastaba y el arbolito resultó ser una belleza con un montón de ramas frondosas que ondearon al recolocarse como si fueran una de esas chicas que mueven la melena anunciando Pantene. Otra familia que había allí, con un par de niños, y nosotros, lo observábamos detenidamente. «¿Te gusta así?» Me preguntaba mi suegra. Claro que me gustaba, si era más alto que yo, olía a pino allí divinamente y era un árbol precioso lleno de ramas. La madre de la otra familia, sin embargo, no estaba convencida. Creo que les pareció pequeño. Así que nos lo llevamos nosotros. Ni idea de cuánto cuesta un árbol en España pero me pareció carísimo -$80-. Y no creáis que pagamos a la chica que nos atendió, o al chico que lo desembaló. Pagamos en caja a otra persona que se encargaba solo de cobrar. Después, nuestro arbolito pasó por los leñadores, dos señores flacuchos y con chepa, que lo colocaron en horizontal y le serraron las ramas de abajo, para dejar algo de tronco limpio. Y, por último, otro chico lo colocó en otro recipiente y le atornilló una base -que nos trajo también mi suegra- para que el árbol se sostuviese de pie. También le puso una redecilla, como cuando te dan el pollo relleno en la carnicería, para que no se desparrame. Ese mismo chico nos lo colocó en el coche y puso ojitos hasta que se llevó la propina.
Tremenda logística, me pareció. Seis personas para venderte un árbol. No te atiende tanta gente ni cuando te hacen la pelota en las tiendas de Nespresso. Pero allí estábamos, con nuestro árbol de casi dos metros metido en su red, dispuestos a meterlo en casa. Curioso me pareció que el edificio donde vivo, donde el de Seguridad no te deja subir absolutamente ningún mueble sin pedir permiso al Administrador, que te obliga a presentar prueba de que dispones de un seguro para cubrir posibles daños en el ascensor y que te da cita exacta -día y hora- cuando te lo aprueban, no pusiera ningún problema al vernos llegar con nuestro abeto gigante. Debe de ser que un árbol es potencialmente menos peligroso que una lámpara de pie, por ejemplo.
Así que hicimos hueco en nuestro salón para el abeto y le colocamos todas las cosas que habíamos comprado -bolas, luces, adornitos varios- y unas cuantas más que trajeron mis suegros en una caja vieja de cosas que ellos solían poner cuando los chicos eran pequeños. Allí había de todo lo imaginable. Y, entre todo, nos quedó bastante bien, ¿verdad?
Sigo sin mantecados, ni Nochebuena con los míos, ni chocolate con churros, ni Reyes Magos de Oriente. Pero tengo un árbol precioso que simboliza un millón de cosas: mis primeras Navidades en este lado del charco, en esta casa, con esta nueva familia… Y, en vez de mantecados, habrá que comer cookies. Y, en vez de Reyes Magos, este año vendrá Santa Claus. Lo del chocolate estoy viendo cómo lo resuelvo: mi reino por encontrar un paquete de RAM a la taza y churros congelados en un supermercado antes de Nochevieja. Teniendo en cuenta que he visto turrón de Alicante y Freixenet, aún no pierdo la esperanza. Esta gente llama «hot cocoa» a cualquier brebaje inmundo y no saben lo que es bueno. Aunque, si al final no lo encuentro, me consolaré pensando que, teniendo en cuenta el calor que hace aquí, igual necesitaría ponerle un par de hielos.
¡Muchos besos!